El 9 de diciembre se celebra el día internacional del Laicismo y de la Libertad de Conciencia. Como toda celebración ancla su fecha en momentos históricos. Un 9 de diciembre allá en 1905 Francia aprueba la ley de Separación de las Iglesias y el Estado estableciendo un procedimiento indispensable para la laicidad del mismo. Otro 9 de diciembre, esta vez en 1931, se aprueba la Constitución de la II República Española una de las más avanzadas de la época en lo que respecta a la construcción de un Estado Laico.
Hoy, 90 años después nos disponemos a celebrar este día no sólo como el recuerdo de unas fechas significativas, sino como un punto de análisis de la situación actual y, sobre todo, como un momento de reflexión sobre el camino que debemos llevar para alcanzar nuestro objetivo.
El Laicismo es una regla fundamental para la organización de un Estado de Derecho. Se apoya en tres principios de enunciación simple: 1º) Libertad de Conciencia para todas y todos 2º) Igualdad de trato para todas las personas y 3º) Búsqueda del bien común como única razón del Estado. Estos principios llevan aparejados unos procedimientos imprescindibles (necesarios aunque no suficientes): Separación de las Iglesias y el Estado y Neutralidad del Estado respecto a todas las creencias.
Es decir, el Estado Laico se constituye en un marco general que incluye a todas las diferentes formas de entender la existencia por lo que en su estructura no puede incluir, ni mucho menos privilegiar, a ninguna de ellas.
Es fácil entender que el cumplimiento de los tres principios laicistas es imprescindible para conseguir un Estado de Derecho Democrático. Pero además, como herramientas de análisis, nos permiten encontrar conculcaciones flagrantes de dicho Estado. Herederos de una dictadura que se apoyó en una determinada religión (se autoidentificó como cruzada), regidos por una Constitución redactada bajo presión de los restos de esa dictadura, es fácil encontrar sus huellas. En la propia redacción de la Constitución se pueden apreciar estas marcas en el texto del discutido artículo 16.3 que inmediatamente de afirmar algo tan contundente como “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”, lo que supone liberar la estructura del Estado de todas las religiones de acuerdo con los principios de la laicidad, añade “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones” estableciendo una inaceptable cadena jerárquica entre creencias.
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La fuerza heredada de su situación de privilegio en la dictadura que se estaba intentando desmontar se muestra en la inmediata firma de un acuerdo con el Vaticano (redactado en paralelo a la Constitución) donde esa iglesia católica ancla la conservación de sus poderes sometiendo al Estado. Su financiación con dinero público, sus privilegios fiscales, la capacidad (ya anulada pero no corregida) de inmatricular todo tipo de bienes, su estructura de mando en las Fuerzas Armadas (general incluido), su control de la moral pública y las expresiones artísticas y, sobre todo, su control de la Educación en un país donde “ninguna confesión tendrá carácter estatal” son unas de las más importantes de estas huellas. Identificarlas, denunciarlas y trabajar para conseguir suprimirlas constituyen una parte muy importante del camino a recorrer hacia ese Estado Laico (donde aparece como paso inaplazable la derogación de esos acuerdos de sumisión al Vaticano).
Pero si bien en el momento presente existen muchas causas pendientes para satisfacer uno sólo de los procedimientos del Laicismo (separación iglesias-Estado), en una sociedad que se seculariza a ritmo rápido, aparecen nuevos problemas.
La lucha por la libertad de conciencia tiene diáfanos sus objetivos cuando ésta recibe agresiones claras. El intento de las religiones de controlar las conciencias individuales genera un amplio catálogo de causas por las que luchar. Que siguen pendientes. Pero las constricciones en la libertad de conciencia en la sociedad que se anuncia aparecen engarzadas en la cultura dominante (ésta ha sido una trampa peligrosa para el Laicismo en todo momento: los primeros laicistas convivieron con la esclavitud y muchos de los actuales conviven con el machismo, como identificadores culturales). Es necesario ampliar el foco y plantearse ya no sólo liberar a las conciencias de las agresiones manifiestas, sino el problema de construir conciencias libres, conciencias liberadas de las posibles agresiones. Desde unas culturas dominadas por los códigos religiosos de forma rígida nos dirigimos a una cultura soportada en el deseo individual, ajeno a la consecución de ese bien común objetivo del Laicismo, envuelto en una idea de falsa libertad donde se ignora la responsabilidad individual en los objetivos comunes. Precisamente porque ese deseo, venerado como motor social, es muy fácilmente manipulable (las mil formas de publicidad han desarrollado abundantes técnicas de control de los deseos) es imprescindible que el Laicismo de mañana apueste por la definición y construcción de las herramientas críticas necesarias en las conciencias en desarrollo que les permitan defenderse. Y esto aparece como el gran reto del Laicismo de hoy.