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La madre de un español asesinado en el Bataclan testifica en el macrojuicio: “La sentencia no va a reparar el daño”

Cristina Garrido carga con la incertidumbre sobre los últimos minutos de vida de Juan Alberto González, que murió por los disparos de un yihadista en el atentado de 2015 en París

Cristina Garrido es una madre en busca de respuestas. Se pregunta cómo exactamente, el 13 de noviembre de 2015, su hijo murió en la sala de conciertos Bataclán de París. Le gustaría saber a qué hora fue asesinado y si sucedió de repente o si sufrió. También quiere aclarar qué falló, por qué las autoridades francesas no pudieron evitar el peor atentado islamista en Francia: 90 muertos en Bataclán y 130 incluyendo los ataques casi simultáneos en varias terrazas del este de la capital francesa y en el cercano estadio de fútbol de Saint-Denis.

“¿Qué espero de este juicio?”, dijo Garrido al testificar, este miércoles, en el macroproceso de los atentados en una sala habilitada para la ocasión en el vetusto Palacio de Justicia de la isla de la Cité. “La sentencia que ustedes dicten”, continuó dirigiéndose al tribunal, “no va a reparar el daño, porque la sentencia no me va a devolver a mi hijo”.

El español Juan Alberto González Garrido tenía 29 años y una carrera profesional breve pero exitosa y prometedora. Era ingeniero nuclear y trabajaba en la compañía Electricité de France, ampliaba sus estudios en la prestigiosa Haute École de Commerce. Se había casado unos meses atrás y su sonrisa transmitía una alegría y un optimismo contagiosos: bastaba mirar, para entenderlo, la fotografía de Juan Alberto que, durante buena parte del testimonio de Cristina Garrido, se proyectó en una pantalla gigante en el tribunal.

“Recuerdo que cuando él tenía seis años, visitamos París”, dijo la madre al inicio de su testimonio. “Decía que cuando fuese mayor, viviría en París, pero nunca pensó que aquí encontraría la muerte tan pronto”.

Cristina Garrido llegó al estrado junto a su hija, Cristina González, “Sister”, como la llamaba Juan Alberto. Ambas iban de negro. La hija no apartó la mano del hombro de su madre durante los 53 minutos que duró el testimonio. A la madre le tembló la voz en varias ocasiones. Un intérprete traducía al francés. En frente tenía al presidente de la sala, Jean-Louis-Périès. A su izquierda, detrás de una mampara de cristal, a los 14 acusados presentes, entre ellos Salah Abdeslam, el único superviviente de los comandos del Estado Islámico que atentaron en París.

“Os engañáis si creéis que sois valientes”, les dijo Garrido. “Sois cobardes. Asesinasteis a Juan Alberto por la espalda sin que pudiera defenderse. Sin armas no sois nada. Mientras viva no os perdonaré”.

El juicio empezó el 8 de septiembre y debe durar ocho meses más. La sala de audiencias es el marco solemne donde afloran las angustias más profundas de supervivientes y familiares, el sentimiento de culpabilidad de algunos por haber sobrevivido, la rabia. Pero los testimonios son mucho más: un intento de reconstruir los hechos por medio de la palabra, desde perspectivas únicas y a la vez compartidas. Un mosaico que permite acercarse en el máximo detalle a la verdad de lo que sucedió durante aquellas dos horas y media largas: el tiempo transcurrido desde que los tres yihadistas franceses entraron en el Bataclán con fusiles Kaláshnikov y hasta el rescate de los últimos rehenes después de que la policía asaltase la sala y los terroristas murieran por los disparos de los agentes o al hacer estallar sus cinturones de explosivos.

Algunos testimonios han destacado, por ejemplo, el detalle de que el ruido de los teléfonos móviles podía atraer la atención de los terroristas que buscaban vivos para acabar de rematar. O el de algunos que lograron escapar, que han relatado cómo tuvieron que esquivar a cuerpos malheridos o muertos, o pisarlos.

Cristina Garrido sabe que nunca podrá reconstruir los últimos minutos de vida de su hijo, pero los testimonios que ha escuchado esta semana le han servido para hacerse una idea de cómo pudo ser, nuevas piezas de información en un rompecabezas irresoluble.

“No puedo hacerme una idea de la impotencia que tuvo que sentir, de la angustia que tendría hasta que falleció”, dijo Garrido. “Hoy me pregunto cuantas personas pudieron tropezar o caminar encima de él”. “Nunca sabré cómo lo asesinaron: solamente me dijeron que recibió un disparo por la espalda”, lamenta en otro momento. “Nunca sabré si murió de repente, si sufrió, y estas cosas continuamente me dan vueltas a la cabeza”.

La madre, que vivía y vive en España, sabía que su hijo y su nuera estaban en un concierto aquella noche. Se lo había contado aquella misma tarde Juan Alberto durante la conversación casi diaria que mantenían por teléfono. “Te quiero, mamá”, se había despedido él. “Te quiero, tesoro”, le había dicho ella sin saber que nunca volverían a hablar.

Por la noche, al enterarse de las primeras noticias del atentado en París, Cristina Garrido empezó a llamar frenéticamente a su hijo y a su nuera. “Pero el teléfono no daba señal”, explicó ante el tribunal. Y añadió: “Ahora, oyendo los testimonios, me pregunto si las llamadas pudieron ponerlo en una situación de peligro”.

Garrido rememoró ante el tribunal las horas y días posteriores. La llamada el mismo viernes por la noche de la nuera, que salió ilesa. La incertidumbre sobre la suerte de Juan Alberto que había quedado dentro del Bataclan. El viaje al día siguiente de Madrid a París y la peregrinación por los hospitales. Las desagradables gestiones burocráticas hasta poder recuperar el cuerpo y repatriarlo. Y en los meses y años siguientes, las secuelas físicas y psíquicas, y la pena que nunca termina y nada arregla. “Me dicen a veces que el tiempo todo lo cura”, dijo la madre de Juan Alberto González. “No es verdad”.

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