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El Día de Asturias en días de odio

Tom Burns Marañón explicó hace tres años la utilidad de la monarquía. El Rey sirve, dice, para «animar a los políticos a gobernar con sensatez y advertirles cuando se equivocan». También sirve para «enderezar a los pusilánimes y fustigar a los rebeldes». Supongo que Felipe VI será quien sepa si, por ejemplo, la nueva ley de educación es sensata o si Sánchez se equivoca. También habrá de ser él quien decida si Marlaska es un pusilánime al que hay que enderezar o un rebelde que debe ser fustigado. Quién necesita elecciones si ya hay una persona no elegida y bendecida por el plebiscito de los siglos que sabe cuándo se equivocan y aciertan «los políticos» y que sabe a quién hay que fustigar y a quién enderezar (en el sentido actual, no en el de Quevedo). Es evidentemente reaccionario pretender que aquellos a quienes se elige son una masa desnortada y necesitada de una figura no elegida superior y por encima de la democracia. Claro que no es lo más reaccionario que se me ocurre. Sería peor que esa figura superior, en vez de un rey, fuera un arzobispo.

Asturias y la inteligencia sufren cada 8 de septiembre el pecado original del Día de Asturias. No todo es culpa del arzobispo. Algunas fechas tienen un carácter religioso tan afincado que solo pueden ser fechas religiosas. Si en 1984 se hubiera dispuesto que el Día de Asturias fuera el Viernes Santo o el día de Navidad, el día de la Comunidad no podría ser más que religioso. Y quien dice el Viernes Santo dice el día de la Santina. Todos los enredos entre religión y política llevan materiales contrarios a la democracia, sean leyes asociadas a cultos, censuras impuestas por jerarquías eclesiales, objeciones de conciencia siempre basadas en credos religiosos o comités estatales que consideran éticamente conflictivo cualquier tema sobre el que la Iglesia tenga doctrina. Si además se escenifica al Gobierno subordinado a la Iglesia en un momento solemne de fuerte atención colectiva, estamos ante un anacronismo reaccionario. La TPA debería transmitir la misa de Covadonga en blanco y negro.

Sanz Montes se cree en ese papel que Burns atribuye al Rey y señala quién acierta y quién se equivoca por culpa de las «ideologías» como si lo suyo no fuera ideología, y bien oscura aunque ahora la pinten de verde. Le concede el beneplácito a Barbón (dudoso honor, Presidente) y echa sus anatemas contra el Gobierno y contra la Alcaldesa de Gijón, indirectamente, en esa tradición eclesial de frotarse las manos con lentitud para decir lo que se finge no estar diciendo e insistir en lo que se dijo negando que se haya dicho.

La mala baba de comparar el derecho de las mujeres sobre su maternidad y el de cualquiera sobre su muerte con la sensibilidad anti taurina no es nueva. Hace años llenaron los medios con la foto de un niño risueño al lado de la foto de un lince, para decir que el lince tenía mayor protección legal que el niño, dando un buen meneo al octavo mandamiento porque niños como el de aquella foto tienen reconocidos todos sus derechos. Hablar de estocadas en el vientre de la mujer o de matanzas de los que sobran son las hipérboles habituales de la ultraderecha que solo inyecta furia en la convivencia. El gesto contrito y repetido cada año del Presidente legítimo, ante Dios y el arzobispo humillado, no se sabe si es el de un pusilánime sin enderezar o el de un rebelde al socialismo, a Asturias y a la democracia. Porque aceptar con gesto servil las soflamas de un arzobispo con todos los demonios ultras metidos en el cuerpo es una rebeldía contra su ideología, contra la comunidad a la que representa y contra la convivencia democrática. Un verdadero bochorno.

Esa actitud altanera de Sanz Montes llega además en días donde la palabra que más se repite en la vida pública, después de «eléctricas», es «odio», algo de lo que se podría hablar con el arzobispo. El odio del que hablan las leyes no es la emoción negativa que solemos llamar así. Odiar no es necesariamente un delito ni un defecto. ¿Por qué no nos va a inspirar odio lo que es odioso? Ni siquiera tiene que ver con los insultos que izquierda y derecha se dedican.

El odio del que hablan las leyes se refiere a las manifestaciones que infunden desprecio y prejuicio hacia grupos humanos fundados en su raza, género, religión, nacionalidad, orientación sexual o cualquier otro rasgo que se utilice para deshumanizarlos como individuos. La discriminación de grupos, aparte de hacer la vida de sus integrantes más difícil, tiene siempre, con más o menos frecuencia o gravedad, el componente de la violencia.

No todas las manifestaciones de odio o prejuicio, por ejemplo machista, racista u homófobo, son violentas. Pero todas tienen que ver con que haya violencia. Todas. La violencia, como las margaritas, florece donde el terreno es fértil para que florezca. Y donde la violencia racial, de género o de cualquier tipo sea un hecho, todo lo que fertilice el terreno para tales desatinos debe ser combatido.

Se habló esta semana de violencia homófoba y de su aumento. Es un hecho y debe ser enfrentado sin miramientos. La sensación de que la falsa denuncia del caso de Malasaña perjudica a las personas LGTBI lo confirma. Una denuncia falsa y estridente no sería ningún perjuicio si no hubiera hostilidad y permisividad hacia la violencia contra las personas de esa condición. La violencia rara vez se admite. O se delira que son actos defensivos o simplemente se niega, como los nazis niegan el holocausto. El caso de Malasaña perjudica porque hay extensas capas políticas que contemporizan con esa violencia negándola.

Lo curioso es que estos días todo el mundo señale con razón a Vox y nadie se acuerde de los pioneros del odio. Benedicto XVI dijo que el matrimonio homosexual socava el porvenir mismo de la humanidad (sic). Monseñor Suquía dijo que el SIDA era una rebelión de la naturaleza cuando se la contraviene. El párroco Jesús Calvo dijo que la enfermedad de Zerolo era un castigo de la divina providencia para ejemplarizar. Rouco Varela dijo que el matrimonio homosexual es una transgresión biológica y es general en la jerarquía episcopal la afirmación de que la homosexualidad es una deficiencia que se debe normalizar con tratamiento.

La hipérbole desquiciada y las manifestaciones enloquecidas de odio se oyeron en púlpitos antes de que fuera tristemente normal oírlas en la política. El problema es que el odio no es una mercancía sino un canal. Amazon empezó siendo una librería virtual. Hechos los canales para mover libros, ¿por qué no utilizarlos para mover cualquier otra cosa? Abierto el surco del odio homófobo y machista (se llamó a la igualdad torticeramente «ideología de género» para que el machismo pareciera la resistencia a una ideología), acostumbrados los oídos y la sensibilidad a la desmesura, ¿qué puede impedir usar ese surco para hacer circular otros odios que convengan? La extrema derecha se disuelve como un azucarillo sin la estridencia del odio grupal. Y encontró canales hechos.

Siempre es un despropósito que el Día de Asturias incluya las diatribas ultras de Sanz Montes. Pero este año fue especialmente cínica esa actitud de poner a la Iglesia por encima de «las ideologías» y de arrogarse superioridad moral para dar el boletín de notas, aprobando a unos y suspendiendo a otros, cuando se dispara la violencia que tiene en su base un odio del que la Iglesia fue pionera. Llevan días escondiendo la mano con éxito porque, como digo, nadie los mencionó siendo tan combativos en la cruzada homófoba.

Se hacen pasar por días de Asturias los días que son de otros. Los días de los premios Princesa de Asturias son los días de la realeza. Esté bien, mal o regular, no son días de Asturias. Si todo ese dinero intangible que deja en imagen cada ceremonia fuera dinero de verdad, ya tendríamos la Variante y la renta per cápita de Kuwait. Y el Día de Asturias no es el de la Comunidad. Es el día de la Santina, cuando toca un arzobispo educado, y el día del arzobispo, cuando toca Sanz Montes. Se dice que todo el mundo tiene su día y Asturias debería tener el suyo. Que busquen fecha.

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