El reciente debate y la posterior media sanción en Diputados del proyecto de ley para modificar los regímenes de privilegio, presentado en la cámara baja por el Gobierno de Alberto Fernández, ha puesto una vez más en el tapete la cuestión de los «salarios» que perciben los obispos por cuenta y cargo del Estado. Efectivamente, una serie de decretos-ley de la última dictadura militar dispone cuantiosas asignaciones para obispos (ley 21950) obispos eméritos (ley 21540) seminaristas mayores (ley 22950) y jubilaciones para sacerdotes (ley 22430).
El monto total de las erogaciones que el Poder Ejecutivo debe hacer para cumplir con todos estos ítems supera holgadamente los cien o ciento cincuenta millones de pesos. Sin embargo, aunque ciento y pico de millones de pesos no es una suma despreciable, bien podría decirse que para la Iglesia católica argentina es un vuelto. De ahí, que haya sectores de la propia institución, entre ellos varios obispos y el mismísimo Jorge «Francisco» Bergoglio, que no verían con malos ojos renunciar, incluso voluntariamente, a estas asignaciones, a condición de que se les respeten todos los otros beneficios que constituyen «la parte del león»; consideran, y quiza no sin razón, un buen precio a pagar por un golpe de efecto que mejore, aunque sea en algo, su imagen.
El grueso de los ingresos de esta milenaria institución proviene de un rosario de partidas y subsidios (principalmente en concepto de subvenciones a la educación privada religiosa), exenciones impositivas, cesiones de propiedades y otras yerbas (todo esto a cargo del Estado) pero también del alquiler y de la explotación comercial de miles de propiedades, de su participación en toda clase de empresas y negocios en el ámbito privado, de su red de colegios (sólo en Provincia de Buenos Aires se estima que posee unos 2.700) y universidades, del fruto de fundaciones varias, del cobro de servicios religiosos (bautismos, comuniones, casamientos) así como de aportes particulares, es decir, de donaciones y de herencias (por ejemplo, en 2013, Ernestina de Lectoure, que murió sin dejar descendencia, legó el 95% del histórico «estadio Luna Park» a la Sociedad Salesiana de San Juan Bosco y a caritas, representada legalmente por el arzobizpado de Buenos Aires).
«Si los bienes de la Iglesia figuraran centralizados, representarían el mayor patrimonio privado del país. y si los ingresos eclesiásticos tributaran impuestos, la conferencia episcopal encabezaría la lista de contribuyentes», escribe Héctor Ruiz Núñez en La cara oculta de la Iglesia [1]
Pero, «nadie va a poder contestar cuántas propiedades tiene la Iglesia católica en argentina, porque no existe «la propiedad» de la Iglesia, sino propiedades de muy diferentes instituciones que a veces es difícil determinar hasta que punto están relacionadas con ’la Iglesia’ orgánicamente. yo traté de calcular a cuanto ascendían las erogaciones del estado a favor de las instituciones eclesiásticas y me di cuenta de que era imposible» [2], declaró a Infobae Roberto Di Stefano, coautor junto al historiador italiano Loris Zanatta del libro Historia de la Iglesia católica en Argentina, de la editorial Sudamericana.
Y esto no es un hecho contingente: si bien una de las características del derecho patrimonial canónico es su concepción unitaria, otra es la variedad de personas jurídicas eclesiásticas que son titulares de derechos reales.
El Canon 1.255 señala que «la Iglesia universal y la sede apostólica, y también las iglesias particulares y cualquier otra persona jurídica, tanto pública como privada, son sujetos capaces de adquirir, retener administrar y enajenar bienes temporales, según la norma jurídica».
De esta manera, de hecho y de derecho, la realidad nos presenta tantos titulares de derechos reales de los bienes de la Iglesia, como personas jurídicas (diócesis, parroquias, asociaciones de fieles, fundaciones, etc.) haya; es más: salvo raras excepciones, la Iglesia católica como tal, no es titular de ningún bien.
Según la iglesia: «de ese modo se consigue una adecuación del uso de cada bien al fin concreto por el que un fiel lo donó a la persona jurídica de la Iglesia; si un fiel dona a un bien a su diócesis, pongamos por caso, no sería lógico y se cometería una injusticia si el titular fuera otra persona jurídica de la Iglesia».
… lo que se consigue de ese modo es, en realidad, un armado jurídico que hace poco menos que imposible cuantificar el patrimonio total de la iglesia católica, armado al que el derecho civil y penal de casi todos (sino todos) los países, le hacen la vista gorda.
Pero esta diversidad de titulares de patrimonio no quita, insistimos, que el patrimonio sea uno; el canon 1.256 indica que: «el dominio de los bienes corresponde (…) a la persona jurídica que los haya adquirido legítimamente». Pero aclara: «bajo la autoridad suprema del romano pontífice».
Ahora bien, ¿por qué el Estado argentino sostiene a esta «empresa» religiosa? ¿Por qué le otorga toda clase de beneficios y hasta cierto grado de inmunidad? No vamos a ofender la inteligencia del lector considerando que es porque el artículo 2 de la Constitución lo obliga, o deteniéndonos en tesis rayanas en lo bizarro como la del constitucionalista Pedro Frías que sostenía, todavía en 1986, que el financiamiento al culto constituye, «una compensación por el patrimonio inmobiliario confiscado a la iglesia por Rivadavia en 1822».
Ni en la no menos bizarra que dice que los gobiernos argentinos heredaron las obligaciones del patronato (una institución jurídico eclesiástica que debía solventar la «gesta civilizadora» de los clérigos en América durante la conquista).
Si nos remitimos a los curas nos dirán, millones de actas de baustismo de bebés recién nacidos en mano, que es porque el 90% de los argentinos son católicos (…no queremos caer en la chicana, pero con ese criterio, el estado también tendría que financiar a River Plate y a Boca Juniors).
Si en cambio nos dirigimos al gobierno de turno escucharemos, a lo sumo, que «esta en la Constitución» (…lo que es verdad, pero también está en la Constitución, entre otras cosas, el respeto de los derechos civiles).
Lo cierto es que la Iglesia romana es una organización política ultrarreaccionaria (amén de la empresa multinacional mas grande del mundo) presente en casi todo (sino en todo) el planeta, poderosa, con un fuerte ascendente sobre cientos de millones de personas, presencia territorial, un aparato (material, humano e ideológico) inconmensurable y totalmente falta de escrúpulos, lo que la convierte en aliada natural de todo gobierno capitalista, y el de Alberto «Ángel» Fernández no es la excepción.
Cuando Bernardino Rivadavia, allá por los años 20 del siglo XXI expropió numerosos inmuebles de la Iglesia , adujo que lo hacia por que «no eran necesarios para el culto»; no seremos nosotros, precisamente, quienes reinvindiquemos al entonces ministro de gobierno de Martin Rodríguez (ni viene al caso ocuparnos de su «reforma eclesiástica») pero si tomaremos prestadas sus palabras porque cuadran.
Si conseguimos que el gobierno deje de pagar «asignaciones» a los curas de alto rango, bien; si logramos la total separación de la Iglesia y el Estado, mejor; pero para terminar definitivamente con esta organización bárbara y criminal, es necesario despojarla, por lo menos, de todo lo que no sea «necesario para el culto».
Hay que estatizar los colegios católicos (no basta con quitarles los subsidios) e integrarlos al sistema de educación pública, laica y gratuita; es necesario prohibir que la Iglesia realice toda clase de actividad económica o financiera: ¡¡¡que la sostengan sus fieles!!!; hay que expropiar los miles de bienes inmuebles que posee, entre los que se encuentran locales comerciales, cocheras, galerías, etc. y ponerlos a disposición de los trabajadores; las iglesias, capillas, catedrales y templos en general deberían pasar a ser de propiedad publica.
No hay manera de saber que sería de la Iglesia católica privada de su aparato económico y confinada a la actividad puramente religiosa: quizá se recicle en algo nuevo (o no tan nuevo), quizá se convierta en una secta, o quizá, directamente, desaparezca… imposible saberlo.
Sólo una cosa es segura: mientras conserve su poder económico y político, seguirá siendo lo que es y ha sido siempre: un obstáculo para el desarrollo de la humanidad.
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[1] Año 1990, editorial De La Urraca