El ataque a los cómicos que idearon un Jesucristo gay destapa la creciente persecución a las artes por parte del gobierno brasileño
El episodio del atentado con cócteles molotov contra los humoristas de Porta dos Fundos por haber creado un Jesucristo gay es sólo la punta del iceberg de una retahíla de gestos contra la cultura y la libertad artística impulsada por la retórica del Gobierno Bolsonaro y seguida con fervor por la cada vez más poderosa masa de votantes evangélicos ultraconservadores.
«Nuestra cultura tiene que estar de acuerdo con la mayoría de la población brasileña, no de acuerdo con la minoría. Punto final», dijo Bolsonaro hace unas semanas al ser cuestionado por los polémicos nombramientos en la secretaría de Cultura. El ministerio de Cultura fue extinto durante el Gobierno de Michel Temer y nunca se recuperó, y ahora la secretaría depende del ministerio de Turismo. Su máximo responsable, Roberto Alvim, llegó al cargo aupado por Bolsonaro tras insultar a Fernanda Montenegro, la gran dama del teatro y el cine brasileño.
A sus 90 años, la actriz apareció en la portada de una revista atada con una cuerda sobre una montaña de libros: «Cuando enciendan las hogueras quiero estar al lado de las brujas», decía para denunciar la persecución a las artes del actual Gobierno. Alvim la llamó «sórdida y mentirosa» y aseguró que la clase teatral está «radicalmente podrida», y que al defender agendas progresistas, los artistas violan una «sagrada herencia judeocristiana».
Desde que accedió al cargo, Alvim ha ido poniendo al frente de las principales instituciones del país a cargos igualmente polémicos: Dante Mantovani, al frente de la Fundación Nacional de las Artes, dijo que «el rock activa las drogas, que activan el sexo libre, que activan la industria del aborto, que activa el satanismo».
El nuevo director de la Biblioteca Nacional, Rafael Nogueira, es un youtuber alumno del autodenominado filósofo Olavo de Carvalho (terraplanista y gurú del Gobierno Bolsonaro) que en sus videos llegó a defender que Caetano Veloso y otros artistas promueven el analfabetismo. Para la Fundación Palmares, que tiene como misión promover la cultura negra, se nombró a Sérgio Camargo, que en el pasado soltó perlas como que la esclavitud fue positiva para los negros y que el movimiento antirracista debería dejar de existir. Tras una enorme polvareda, la Justicia logró frenar su nombramiento.
De entre todos los sectores, el del cine es el que ha sufrido más ataques. En julio, Bolsonaro amenazó con «extinguir» la Agencia Nacional del Cine (Ancine) si no podía acceder al contenido de las películas y ejercer censura previa sobre quién recibía subvenciones, ya que en su opinión, muchos filmes nacionales «atentan contra la familia». Poco después, revocó una convocatoria para financiar series de temática LGTBI. También mandó retirar un anuncio del Banco de Brasil porque aparecían jóvenes con pelos de colores y una estética demasiado moderna.
Más recientemente, los nuevos responsables de la Ancine mandaron descolgar de los pasillos los carteles de las películas más icónicas del cine brasileño, y se prohibió un pase para funcionarios de la película La vida invisible de Eurídice Gusmão, de Kairim Aïnouz, ganadora del premio Un Certain Regard en Cannes y preseleccionada por Brasil para los Oscar. Justo en el año del fenómeno Bacurau (premio del Jurado e Cannes y casi un millón de espectadores en Brasil), Bolsonaro decía hace poco que en Brasil no se hace buen cine. El esperado biopic del guerrillero comunista Carlos Marighella, dirigido por Wagner Moura, debería haber llegado a los cines en noviembre, pero su estreno fue aplazado sine die por problemas con los trámites que exige la agencia estatal.
En paralelo, se van abriendo espacios para la cultura más alineada con los ideales cristianos. Río de Janeiro, cuyo alcalde, Marcelo Crivella, es un obispo de la Iglesia Universal del Reino de Dios, es la punta de lanza de ese movimiento. Tras años demonizando el Carnaval y poniendo en riesgo la celebración de los desfiles de las escuelas de samba con el recorte de subvenciones, el alcalde colocó este año como una de las principales atracciones de la fiesta de fin de año en Copacabana (a la que se espera que acudan casi tres millones de personas) a Anayle Sullivan, una cantante evangélica desconocida incluso entre el público religioso. Una asociación de ateos logró que la Justicia impidiera el concierto, financiado con dinero público, basándose en que Brasil aún se define como un Estado laico y no puede promover favorecer a ninguna religión en particular. El teatro público Glauce Rocha, en el centro de Río, será gestionado a partir del año que viene por el grupo evangélico Jeová Nissi.
Frente a estas y otras medidas, la clase artística viene realizando tímidos protestas. El más destacada tendrá lugar en São Paulo, que en enero acogerá el Festival Verano sin Censura, con más de 45 conciertos, exposiciones, obras de teatro, etc, que de una manera u otra han sido censuradas durante el primer año de Bolsonaro. «Es una medida para valorar nuestra cultura, una resistencia que lucha por el bien más valioso de nuestra cultura, la libertad de expresión», decía el secretario municipal de cultura, Alexandre Yousseff, que pertenece a un ayuntamiento gobernado por el centro-derecha.