Las relaciones entre sunníes y chiíes siempre han sido problemáticas en Oriente Próximo, y de tanto en tanto sangrientas. La visión tradicional explica que el origen de las desavenencias hay que buscarlo en la religión. Sin embargo, otros expertos indican que en la actualidad a menudo son más bien rivalidades de carácter político y no tanto de índole religiosa.
Una reciente reunión entre responsables de la Guardia Revolucionaria de Irán y de los Hermanos Musulmanes revela la existencia de contactos entre organizaciones chiíes y grupos sunníes moderados. La reunión, revelada el 18 de noviembre por The New York Times y The Intercept, a buen seguro que no es la única que mantienen líderes de las dos corrientes principales del islam.
Este tipo de acercamientos muestra que la rivalidad no se puede reducir a la presencia siempre hostil en Oriente Próximo de sunníes y chiíes. A pesar de que estamos acostumbrados a simplificar en este punto, sunníes y chiíes determinados comparten a menudo objetivos similares y se asocian para llegar a las mismas metas.
El común denominador de estas alianzas suele ser el islam político. El ayatolá Khomeiny, fundador de la república islámica, dijo en su momento que el islam o era político o no tenía sentido, y esta máxima la comparte plenamente la organización de los Hermanos Musulmanes, aunque por ello haya debido de pagar un precio muy alto.
Al comentar las 700 páginas del informe publicado a mediados de noviembre por los dos medios citados, The Intercept destaca que la Guardia Revolucionaria representa a “la nación chií más poderosa del mundo”, mientras que los Hermanos Musulmanes constituyen “una fuerza política y religiosa sin estado pero muy influyente” en Oriente Próximo.
Una reunión entre esos dos grupos tuvo lugar en un hotel de Turquía hace ya un lustro, lo que muestra que la coincidencia de intereses no es algo nuevo, que se dé en las circunstancias actuales, sino que viene de lejos. Sin embargo, es cierto que esos intereses comunes han adquirido más urgencia conforme ha transcurrido el tiempo y las potencias mundiales han acorralado a los representantes del islam político sunní y chií.
Sus enemigos denuncian habitualmente esa relación, aunque es muy probable que se trate de una relación que ellos mismos han impulsado. Países como Arabia Saudí o Egipto proclaman a diario que están en lucha contra los Hermanos Musulmanes y contra Irán y persiguen sin miramientos a los seguidores del islam político sunní y chií, no solo dentro de sus fronteras, aunque aquí sea especialmente, sino también en el extranjero.
La reunión de Turquía de 2014 vino forzada por la hostilidad exterior tanto como por la hostilidad interior que sufren chiíes y sunníes. Seth Frantzman, periodista habitual de The Jerusalem Post, escribía la semana pasada en The Hill que el islam político “ha comprendido que tiene enemigos comunes, como Arabia Saudí o el régimen de Abdel Fattah al Sisi” que derrocó al presidente islamista Mohammad Mursi en 2013.
Pero existen además otra serie de enemigos no menos poderosos que Arabia Saudí y Egipto. El propio Frantzaman habilita en este apartado a Israel y a Estados Unidos. Las políticas de estas dos potencias en Oriente Próximo se caracterizan por impulsar una desestabilización allá donde se presenta la ocasión con el fin de mantener a la región en ascuas permanentemente.
Algunos expertos sostienen que la rivalidad entre sunníes y chiíes allí donde están en contacto deriva de una hostilidad tradicional entre las dos sectas que se inició prácticamente en los albores del islam, en el siglo VII en la Meca y Medina. Esta hostilidad, que sería más acusada en el campo de los sunníes, estaría detrás de los innumerables conflictos que han enfrentado a las dos corrientes musulmanas.
Otros expertos sostienen que las hostilidades entre sunníes y chiíes en el mundo contemporáneo tienen una naturaleza propia que no es comparable a la que se dio en otras épocas históricas. Un informe de la Brookings Institution publicado el año pasado califica la rivalidad de “conflicto moderno” alimentado por la política, el nacionalismo y la aspiración a hegemonías regionales.
El paradigmático caso de Qatar
Un caso particular es el de Qatar. Este país, que en 2015 se apuntó al carro de la guerra de Yemen guiado por Arabia Saudí y lanzado contra los huthíes, una minoría chií que combatió al gobierno corrupto de Sana reconocido internacionalmente, descabalgó de la alianza y reafirmó sus relaciones con Teherán y con los Hermanos Musulmanes, lo que condujo al bloqueo que Qatar sufrió, y sigue sufriendo, por parte de Arabia Saudí, Egipto y sus aliados.
Esta clase de rivalidad es ciertamente más política y geoestratégica que otra cosa, y poco tiene que ver con las indiscriminadas matanzas de chiíes que llevó a cabo el Estado Islámico en Irak en años anteriores, y que no siempre fueron condenadas por países sunníes como Arabia Saudí, donde el odio a lo chií es bastante patente.
En este sentido, Frantzman observa que los contactos entre Irán y los chiíes son numerosos. Menciona el caso de los talibanes, que con anterioridad persiguieron a los chiíes en Afganistán, pero recientemente se han reunido con representantes iraníes. O la alianza turco-qatarí con Teherán contra saudíes, emiratíes y Egipto. O la financiación que Irán ofrece a organizaciones palestinas de Gaza como Hamás o la Yihad Islámica.
Un capítulo aparte es el de las excelentes relaciones que mantienen la Turquía sunní y el Irán chií. En el pasado sus relaciones no siempre han sido cordiales, pero ahora los dos países han dejado de ser adversarios y trabajan conjuntamente en el conflicto sirio. Se enfrentan a enemigos comunes, Arabia Saudí y sobre todo Israel, aunque la mejora de las relaciones bilaterales viene incluso de antes. En este caso se ve claramente que la religión juega un papel secundario.