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Educar en una ciudadanía justa

Cuando hablamos de educación para la ciudadanía habría que asumir la diferencia entre indoctrinar y educar, formar en una ciudadanía justa y no transmitir nada sin dar razón, y buena razón.

Intenta indoctrinar quien se propone transmitir unos contenidos morales para que el destinatario los asuma para evitar que su interlocutor siga pensando y se abra a otros horizontes. Educa, por el contrario, quien se afana por conseguir que el niño piense por sí mismo, que se abra a contenidos nuevos y tenga criterio para elegir. Pero entonces surge la pregunta: ¿es que no hay que educar en valores, no hay que ofrecer criterios porque eso es indoctrinar?

Resulta curioso comprobar cómo nadie se hace esa pregunta en relación con la lengua, las matemáticas o las ciencias naturales. ¿Cómo no vamos a transmitir a los jóvenes lo que hemos aprendido para que hagan con ello lo que bien les parezca en el futuro?

Ha costado mucho aprender que la libertad es superior a la esclavitud, la igualdad a la desigualdad, la solidaridad a la exclusión, el respeto activo al desprecio, la responsabilidad por lo vulnerable al abandono. Ha costado mucho aprenderlo y son valores que por su misma naturaleza educan para forjarse un universo abierto. Con criterios, con razones sentidas, con buen gusto. Son valores que pertenecen al universo de la justicia, que es el quicio de la ética ciudadana.

Estado y sociedad civil deben complementarse en la tarea de educar en lo justo y en lo bueno, cuidando con esmero promover lo que se ha llamado una “ciudadanía compleja”, que no prescinde de las diferencias de proyectos de vida feliz, sino que los integra siempre que merezcan un reconocimiento legítimo.

Es imposible introducir un bisturí y separar en cada uno de nosotros la persona del ciudadano, las exigencias de justicia y los ideales de vida buena. Pero también es verdad que una ética ciudadana debería pertrecharnos de aquellos valores y principios sin los que no podemos considerarnos justos. A comienzos del siglo XXI algunos de esos valores y principios ya son públicamente reconocidos, y por eso deberían formar los contenidos de una educación en la ciudadanía, de una ética cívica.

Para alcanzar esta meta no basta con memorizar leyes, constituciones, estatutos, declaraciones, ni siquiera con ponerse el cinturón de seguridad y distribuir cívicamente en los contenedores el cristal, el papel, el resto. No basta con fumar sólo en las calles o asistir a cursillos de seguridad vial. Hay que saber priorizar, y eso se aprende yendo, no sólo al qué, sino al porqué.

Según informes del Banco Mundial y del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), un cuarto de los seres humanos subsiste bajo la línea de la pobreza, una tercera parte de las muertes que se produce al año (unos 18 millones de personas) está relacionada con la pobreza, 790 millones de personas no están adecuadamente nutridas, más de 880 millones no tienen asistencia sanitaria básica, el acceso al agua potable ni siquiera es reconocido como un derecho humano, las desigualdades de calidad de vida entre las distintas regiones de la tierra han aumentado, la necesidad de inmigrar deja cadáveres con nombre y apellido, crece el desempleo y el trabajo se precariza. ¿No debería tener un ciudadano justo la sensibilidad suficiente para percatarse de que hacer frente a estos problemas es una prioridad?

La idea de ciudadanía siempre ha presentado, entre otros, el problema de generarse desde la dialéctica de inclusión y exclusión. Se incluyen en la comunidad política los miembros de la propia nación, de la realidad nacional, de la nacionalidad, de la unión transnacional, o de la entidad política que sea, y queda fuera el resto. Pero si la justicia tiene un sentido, y pocos valores tienen más sentido que ella, el horizonte del ciudadano no puede ser sino cosmopolita. Y entonces lo importante y lo urgente es acabar con el hambre, la sed, la enfermedad, la muerte evitable y la miseria. De cualquier persona, aunque no sea conciudadana.

Estas cosas no se aprenden sólo en la escuela, porque la educación formal de los medios escolares queda muy corta si no viene arropada por la informal de la vida familiar, de la vida política y los medios de comunicación. Y si en los medios de comunicación y en la política las prioridades son siempre otras, día a día, semana a semana, mes a mes, año a año, los más esforzados maestros del mundo serán impotentes para educar en una ciudadanía justa.

* Adela Cortina, Catedrática de Ética y Filosofía Política Universidad de Valencia

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