Porque el Estado aconfesional tolera los privilegios y no garantiza la neutralidad en materia religiosa
Constantemente, desde posturas laicistas, cometemos el error de apelar al carácter aconfesional del Estado reflejado en el artículo 16.3 de la Constitución española. En una primera instancia puede ser necesario reclamar en este sentido porque incluso esta aconfesionalidad teórica es conculcada cada vez que un representante público, como tal, participa en actos puramente confesionales como misas, funerales religiosos, procesiones, etc., o contamina el carácter neutro de los actos estrictamente civiles con innecesarios elementos confesionales como las propias tomas de posesión de sus respectivos cargos (cabe recordar que desde el mismo Jefe del Estado hasta el último funcionario del ayuntamiento más pequeño son, stricto sensu, Estado).
Salvando este primer escollo, se hace necesario diferenciar los conceptos de Estado laico y Estado aconfesional, conceptos entre los que “saltamos” alegremente y utilizamos, en la mayor parte de las ocasiones, como equivalentes. Pero hay matices que hemos de diferenciar claramente y tener en cuenta.
Un Estado aconfesional, como la España que pretende nuestra Constitución, es aquel que no reconoce una religión oficial pero, y aquí es donde está el coladero, puede mantener acuerdos con una o más confesiones religiosas. En este sentido, el artículo 16.3 de la Constitución española lo deja bien claro:
Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.
La materialización de estas relaciones de cooperación se concreta en el Concordato entre el Estado español y la Santa Sede (1953); los Acuerdos internacionales entre el Estado español y la Santa Sede (1976 y 1979) y los Acuerdos de cooperación entre el Estado español y la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España, la Federación de Comunidades Judías de España y la Comisión Islámica de España (1992).
Un Estado laico, en cambio, es aquel en el que su condición de neutralidad en materia religiosa es tal que, aún admitiendo todas las religiones y permitiendo la libertad de culto, ninguna de ellas ocupa una posición de privilegio ni permite la más mínima injerencia de éstas en el funcionamiento y organización del Estado. Del mismo modo, el Estado no favorece ni discrimina a una o a otra, ni financia públicamente ninguna Iglesia ni institución religiosa.
Según estas definiciones, podemos ver que el sentido del citado artículo 16.3 de la Constitución lleva a la propia carta magna al terreno de la ambigüedad, definiendo de entrada un Estado aconfesional pero estableciendo a continuación la situación de privilegio de una confesión, la católica, respecto de las demás.
Desde algunos sectores, principalmente favorables a que el Estado continúe financiando a la Iglesia católica, se apela a la igualdad de trato de las diferentes confesiones religiosas establecidas en España, al menos de las que tienen cierto arraigo entre la población (de ahí los acuerdos de cooperación antes señalados). Pero este modelo olvida a una gran parte de la sociedad, la compuesta por los fieles o seguidores de las otras confesiones que quedan fuera de los acuerdos y la cada vez mayor presencia de personas que directamente se declaran no creyentes o que no se encuadran dentro de ninguna Iglesia o confesión formal.
Otro aspecto que no debemos pasar por alto a la hora de referirnos a lo que podemos llamar modelo español es el hecho de la cada vez mayor multiculturalidad de nuestra sociedad. La convivencia de diversas culturas ha traído consigo la contemporaneidad de diferentes costumbres y creencias, dos de los aspectos que más influyen en la moral individual y colectiva de las personas. Este hecho hace que lo que se ajuste a la moral de unos pueda no hacerlo a la de otros. Es decir, la diversidad del hecho religioso termina por convertirse en un elemento discriminatorio, un factor de separación totalmente alejado de ese sustrato común que aglutinaba a toda la población en tiempos pasados. Hoy en día, la diversidad de creencias se opone a la conformación de una ética válida y común para esa sociedad multicultural.
Por todo ello el Estado laico se presenta como la única opción capaz de ofrecer un marco común a toda la ciudadanía, independientemente de sus creencias o convicciones. Este modelo proporciona un suelo limpio de prejuicios sobre el que construir una estructura de convivencia en base a los valores que nos son comunes a todos (democracia, libertad, Derechos Humanos, etc.).
Luis M. Portillo
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