“Dispóngase la prohibición de toda actividad, ocupación, acción y/o uso de establecimientos educativos públicos de todos los niveles y modalidades de gestión estatal tanto de carácter obligatorios y no obligatorios, que estén bajo la órbita de la Dirección General de Escuelas que implicare cualquier tipo de celebración, misas, conmemoraciones, festejos, alabanzas, reverenciar fiestas religiosas y/o de cualquier reunión, acto o manifestación religiosa de la Iglesia Católica y/o confesiones religiosas oficialmente reconocidas y/o de las organizaciones sociales con personería jurídica, durante los días escolares hábiles, cualquiera fuese el horario de prestación del servicio educativo, siendo responsabilidad de la Autoridad escolar velar por el cumplimiento de la presente, debiendo en caso de incumplimiento o imposibilidad, dar la intervención a las autoridades administrativas de la Dirección General de Escuelas. Para el caso de las escuelas albergues la prohibición es extensiva a todo el período que dura la albergada de los alumnos en los establecimientos educativos públicos de gestión estatal”. Eso dice el interminable, farragoso y pésimamente redactado art. 1 de la resolución 2719/18 de la DGE sobre actos religiosos.
El segundo artículo, no menos soporífero, estipula: “Determínese que en los días inhábiles escolares se podrá, previa autorización expresa de la Autoridad del establecimiento educativo público de gestión estatal y por razones fundadas, permitir el uso temporal y precario de las instalaciones de los establecimientos educativos públicos de gestión estatal para cualquier tipo de celebración, conmemoración, festejos, alabanzas, reverenciar fiestas religiosas y/o cualquier reunión, acto o manifestación religiosa de la Iglesia Católica y/o confesiones religiosas oficialmente reconocidas y/o de las organizaciones sociales con personería jurídica, estando a cargo del peticionante el mantenimiento, limpieza, conservación, seguridad y cuidado de las instalaciones estatales”.
Si uno se deja guiar por el tono grandilocuente de estas disposiciones, y de algunos considerandos que la fundamentan (por ej., “resulta imprescindible asegurar la prestación del servicio público educativo de gestión estatal con carácter […] laico”, o bien, “los niveles y regímenes del sistema de gestión estatal deberán ser […] laicos”), pareciera que la DGE está proclamando la laicidad escolar por primera vez en la historia de la humanidad. Jaime Correas se cree Jules Ferry en 1882, pero está en 2018, y lo único que ha hecho es remedar lo que ya hace más de 130 años había consagrado, en su artículo octavo, la ley nacional 1420 de educación común: “La enseñanza religiosa solo podrá ser dada en las escuelas públicas por los ministros autorizados de los diferentes cultos, a los niños de su respectiva comunidad, y antes o después de las horas de clase”.
En pocas palabas, la resolución 2719 es mucho ruido y pocas nueces. Garantiza una obviedad con bombos y platillos. Tal ha sido, durante décadas, la inoperancia o lenidad de la DGE en materia de laicidad, que se ha hecho necesario reglamentar, en pleno siglo XXI, una verdad de Perogrullo ya enunciada por Domingo Faustino Sarmiento en el siglo XIX. En vez de retractarse de su histórico favoritismo confesional, en lugar de pedir disculpas por su larga renuencia o desidia a la hora de cumplir y hacer cumplir la normativa educacional laica, el Estado provincial se ufana de finalmente haber hecho algo.
No solo eso: de manera impúdica, la DGE ha estado haciendo propaganda con su «gran reforma laicista». En efecto, tan pronto como emitió la resolución 2719, fechada el miércoles 10 de octubre, difundió una foto de tres adolescentes con sendos carteles morados (el omnipresente color del radicalismo cornejista), cuyas leyendas rezan: “Escuelas laicas de tod@s, para tod@s”, “Escuelas laicas, escuelas sin discriminación” y “Yo me comprometo por una educación laica y sin discriminación”.
Lo que Correas no publicitó a los cuatro vientos son las circunstancias y motivos que lo llevaron a tomar la medida que tomó. Porque no fueron sus convicciones democráticas, su compromiso con la laicidad, su apego a las leyes, los que lo condujeron a firmar la resolución 2719, sino el mero afán de neutralizar las críticas suscitadas por el escándalo de El Sosneado: dos docentes sanrafaelinas ferozmente hostigadas por denunciar la realización de misas –dentro del horario de clases– en la escuela pública donde trabajaban. El «giro laico» de la DGE no fue espontáneo ni deseado. Se trató solamente de una decisión improvisada, reactiva, dictada por la urgencia de apagar un incendio; decisión que, sobre la marcha, bajo la premisa de no hay mal que por bien no venga, derivó en un uso oportunista de la laicidad escolar ante las cámaras y los micrófonos, pour la galerie. No hubo laicismo. Lo que hubo es pragmatismo y demagogia.
Es hora de adentrarse en los sucesos de El Sosneado. Develemos la trama oculta detrás de la rimbombante resolución 2719. Hay que conocer la verdad, aunque incomode, duela y enoje. Pensándolo bien, hay que conocerla precisamente porque incomoda, duele y enoja. Son las verdades que nos interpelan, las verdades que nos conmocionan y golpean con fuerza, las que más nos movilizan a luchar por la justicia.
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Soledad Díaz es maestra. Tiene 33 años de edad y vive en la ciudad de San Rafael, a poca distancia del lugar donde nació y se crió: Villa 25 de Mayo. Se graduó en el Normal Superior, allá por 2009. Lleva ocho años dedicada a la enseñanza, trabajando en distintas escuelas primarias de gestión estatal.
La docencia es su trabajo y profesión, un medio de vida para el cual se formó con esfuerzo y preparó a conciencia. Nadie le regaló nada. Al terminar la secundaria, necesitando un ingreso para poder subsistir, tuvo que cursar sus estudios terciarios en Psicología (primer año) y Educación básica (toda la carrera) al mismo tiempo que trabajaba. Sin educación pública, gratuita y de calidad, hoy no tendría título de profesora, ni podría desempeñarse con idoneidad como maestra. Sabe además que, sin ella, sus alumnos y alumnas en situación de desamparo o pobreza no podrían estudiar, o al menos dejarían de acceder a un aprendizaje acorde a sus derechos, necesidades y sueños. De ahí que Soledad valore tanto la educación pública, gratuita y de calidad, y que la defienda con convicción en este aciago contexto neoliberal de ajuste. Su compromiso con ella está atravesado no solo por su historia personal de vida, sino también por su sensibilidad social como maestra.
Pero la docencia también es su vocación. En la comunicación que mantuvimos estos días, tanto a través de llamadas telefónicas como de intercambios de audios por WhatsApp, descubrí en Soledad a una maestra que ama lo que hace, que siente pasión por la enseñanza. Una maestra que siente empatía y solidaridad hacia los niños y niñas que están a su cuidado, que comprende su situación, sus problemas y carencias, su difícil realidad extraescolar… Una maestra que se indigna ante las injusticias que padecen sus estudiantes, que no se resigna ante las políticas de desguace de la escuela pública dictadas por el FMI. Se nota, pues, a la legua, que la educación es su metié. Pero no, claro está, la educación bancaria –parafraseando a Paulo Freire–, sino la educación popular, la educación que no cosifica al pueblo y que se propone su liberación.
“Las escuelas donde yo he estado trabajando”, albergues de zonas rurales muy humildes y alejadas de los grandes centros urbanos, “son escuelas donde los chicos se quedan a dormir, donde almuerzan, cenan, desayunan” y “donde tienen que estar asistidos en todas las áreas, donde los niños necesitaban otro tipo de contención”, comenta Soledad. Y acota que esa necesidad de contención “se empezó a notar cada vez más” a medida que los gobiernos de Macri y Cornejo fueron intensificando sus medidas de recorte presupuestario a la educación pública. Hay una grave crisis económica y social en curso, “y esta crisis llegó a la escuela, a las familias, y les toca de lleno a ellas”, generando tensiones. “Todas estas tensiones y esta crisis se sienten mucho en las aulas, en cada uno de los chicos, desde lo emocional, desde lo familiar. Son niños con hambre, niños en situación de abandono, niños maltratados, niños con necesidades básicas sin cubrir… Se siente mucho en el aula”.
Y ante esa situación de emergencia tan dramática, las autoridades de la DGE optan por cerrar los ojos y taparse los oídos, y repetir obtusamente como papagayos sus exigencias abstractas de calidad educativa, otra muestra acabada de su idealismo fariseo. “Nos están machacando todo el tiempo en la cabeza: den clases, llenen el cuaderno, no falten, den clases, llenen el cuaderno… Y tenés otra realidad con la que lidiar. Tenés muchas otras realidades difíciles de nuestros niños, que son seres humanos, niños indefensos ante tanta adversidad… Ellos necesitan contención, necesitan que nosotros, adultos, velemos por sus derechos, por su situación emocional”.
A diferencia de los tecnócratas que nos gobiernan, Soledad concibe la educación pública y las necesidades infantiles como derechos humanos que hay que garantizar, no como gastos fiscales que hay que reducir. Es más que una discrepancia política. Se trata de una discrepancia ética, filosófica. Una divergencia abismal de cosmovisiones, de maneras de entender el mundo, la sociedad y la vida: de un lado, el neoliberalismo del dios mercado, la barbarie de un orden económico que hace de la acumulación ilimitada del capital su única razón de existencia; del otro, la utopía de un mundo más justo, de una convivencia humana más libre, igualitaria y solidaria.
No debiera sorprendernos, entonces, que Soledad milite en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), filial Mendoza. Porque cuando se asume que la educación pública es una conquista irrenunciable, y cuando se piensa que esa conquista –igual que otras– está en peligro, se impone la necesidad de hacer algo al respecto. ¿Cómo no militar en una sociedad como la nuestra, en una coyuntura como esta, si se tiene ideales y coherencia? La realidad incluye al aula, pero también la excede. Como reza la consigna, “docente luchando también está enseñando”.
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La localidad rural de El Sosneado se halla situada en el departamento de San Rafael, al pie de la cordillera de los Andes, a 1.500 metros sobre el nivel del mar. Dista 140 kilómetros de la ciudad cabecera del mismo nombre, 50 de Malargüe y 300 de la capital mendocina.
Dentro de El Sosneado, a la vera de la ruta nacional 40, km 3.000, hay una pequeña escuela primaria: la 8-597 “Pedro Scalabrini”. Se trata de un establecimiento albergue, al que acuden aproximadamente 80 estudiantes, en su mayoría (70%) procedentes de familias puesteras de la zona, aunque también de otras áreas rurales aledañas de San Rafael, y de barrios vulnerables de Malargüe. Allí comenzó a trabajar, en marzo del corriente año, cubriendo una suplencia por art. 54 (maternidad), Soledad Díaz. Quedó a cargo de las horas de segundo y tercer año.
Se encontró con una realidad dura: niños y niñas de hogares carenciados, con necesidades básicas insatisfechas, que padecen penurias y adversidades de toda índole: pobreza, deficiencias nutricionales, situaciones de maltrato físico o psicológico, inconvenientes para llegar a la escuela por la distancia excesiva, problemas de salud, dificultades en el aprendizaje, etc.
Lo que Soledad no sabía es que, aparte de tener que lidiar con toda esa compleja pero –por desgracia– habitual problemática socioeducativa, tendría que enfrentar otra contrariedad más: misas en horario escolar y clases de catequesis dentro del período de albergada (sic). Ella sabía que eso estaba mal: la Constitución de Mendoza y la ley provincial de educación establecen que la escolaridad estatal es laica, y la laicidad no es un capricho, sino un derecho humano y civil de fuerte sentido ético.
Había «atenuantes», claro. En primer lugar, la amplia mayoría de la población lugareña es católica. En segundo lugar, al ser El Sosneado un paraje rural tan recóndito y modesto, no existe a la redonda otro edificio comunitario donde poder celebrar los oficios religiosos e impartir la catequesis.
Soledad no ignoraba estas circunstancias. Pero también tenía claro que defender la laicidad en su nuevo lugar de trabajo no era defender una entelequia, una mera abstracción jurídica. No lo era, no, y por una razón muy sencilla: en la escuela albergue también había personas disidentes. Existía una minoría que no comulgaba con el catolicismo. Sabía de la presencia concreta de un grupo de estudiantes que profesaban la fe evangélica. Asimismo, hay niños y niñas de la comunidad mapuche Yantén Florido, cuya doloroso pasado de despojo, genocidio y aculturación –del cual la Iglesia católica es responsable, sobre todo por la funesta actuación de los misioneros salesianos– demanda una sensibilidad y cuidado muy especiales, en las antípodas de toda práctica cristiana supremacista o discriminatoria.
¿Qué ocurría con la minoría evangélica de la comunidad escolar del Sosneado? Cuando se hacía la misa, aquellos y aquellas estudiantes de fe disidente debían confinarse en un aula, y no hacer ruido por nada del mundo durante las dos horas que duraba el oficio religioso. “Esos niños quedaban aislados conmigo y con dos maestras más”, relata Soledad. “Quedábamos aislados y encerrados en un grado, porque no podíamos interrumpir la misa. Las familias lo sabían y no les gustaba nada la situación”.
En cuanto a la catequesis, si bien esta era impartida después del horario ordinario de clases, se desarrollaba dentro del período de albergada, lo cual claramente incumplía la normativa laica, al menos en su espíritu. Los niños y niñas de fe evangélica quedaban al margen de su grupo de pares, como si fueran parias, separación que resultaba estigmatizante y discriminatoria. Por otro lado, la instancia de instrucción religiosa resultaba agotadora y antipedagógica. Cuando los niños y niñas de credo católico entraban a catequesis, lo hacían con mucho cansancio físico y mental a cuestas, sin energías ni predisposición, luego de siete horas y media de cursado escolar.
El malestar ante estas situaciones no era privativo de Soledad. Ella, en lo personal, no es católica. Se identifica con el credo budista. Por lo tanto, la celebración de misas en su lugar de trabajo era algo que lo vivía como una imposición, como una presión que la obligaba a tener que autosegregarse de la comunidad escolar. Pero además, como maestra, le molestaba que la institución no respetara la fe evangélica de la minoría. Por otro lado, había otras dos docentes que compartían su malestar, su preocupación. Eran las dos maestras que, junto con ella, durante las misas, se confinaban en un aula con el grupo de alumnos y alumnas de fe disidente.
Sarmiento, cuando defendió la laicidad de la ley 1420, llamó a esa nefasta práctica institucional “aparta de ovejas”. Las “ovejas blancas” eran la grey católica, la mayoría privilegiada. Las “ovejas negras”, las personas de credos disidentes, la minoría discriminada. “¿Se han imaginado por un momento los hipócritas captadores de herencias, el efecto moral que producirá sobre la tierna inteligencia de un chicuelo, cuando sus padres le digan: hoy no hay clases porque enseñan en ellas cosas que no debes oír; o cuando el niñito católico vea levantarse a su compañero o irse a su casa, porque lo que sigue no es para él?” (El Nacional, 16 de julio de 1883). Lo dijo en el siglo XIX, y sin embargo, sus palabras siguen teniendo actualidad. Como sociedad, debiéramos avergonzarnos de que todavía sucedan atropellos así, en pleno siglo XXI.
Retomemos el hilo de nuestra narración: en la escuela rural del Sosneado se hacían misas en pleno horario de clases, a sabiendas de que no todo el estudiantado y personal docente eran católicos. Y por si esto fuera poco, se dictaba catequesis dentro del período de albergada. Soledad entendía que era preciso garantizar la laicidad para no avasallar la libertad de conciencia de la minoría. Y el modo de hacer eso no podía ser, jamás, apartar de las misas y la catequesis a quienes no pertenecían a la grey católica. Esa era la «ingeniosa solución» al problema que había encontrado el director, Mario Cebadera, un católico conservador y autoritario poco amigo de los valores democráticos de igualdad, pluralismo e inclusión. En cuanto al sacerdote, huelga aclarar que la laicidad escolar le importaba un bledo. Nada hizo ni propuso en tren de resolver la cuestión. De hecho, Soledad ya había tenido que lidiar con sus prácticas confesionalistas en la escuela rural de Los Parlamentos.
La laicidad escolar no se reduce al respeto de la libertad de conciencia. También supone igualdad de trato. Una escuela pública donde la religión mayoritaria detenta privilegios, y donde a las minorías –para poder preservar su libertad de conciencia– no les queda más opción que la de autosegregarse, automarginarse, autoexcluirse, es una escuela pública que crea desigualdad, que discrimina. Una escuela así atenta contra los derechos humanos y la inclusividad, y, por consiguiente, contra la convivencia democrática.
La solución al problema era obvia y simple: que el cura y su feligresía celebraran la misa en el edificio escolar (el único establecimiento comunitario adecuado a disposición), pero fuera del horario escolar; y que la catequesis, de modo similar, fuese impartida fuera de los períodos de albergada. ¿Acaso no fue ese el modus vivendi que ya había instaurado, hace más de un siglo, allá por 1884, la ley nacional 1420 de educación común, piedra angular del moderno sistema escolar argentino? “La enseñanza religiosa –estipulaba en su art. 8– sólo podrá ser dada en las escuelas públicas por los ministros autorizados de los diferentes cultos, a los niños de su respectiva comunión y antes o después de las horas de clase”.
El espíritu de la norma es diáfano, perfectamente comprensible. Y lo que vale para la instrucción religiosa, vale también para la liturgia religiosa. En una escuela pública laica, aconfesional, no se puede imponer ni privilegiar ningún credo, sea este minoritario o mayoritario. Tanto la catequesis como las misas son, a todas luces, incompatibles con el principio de laicidad escolar, tanto si de desarrollan en horario de clases como en períodos de albergada.
* * *
Soledad comprendía todo eso, y es por ello que, en tres reuniones sucesivas de personal (marzo, abril y mayo), les planteó a sus pares y al director la necesidad de que las misas se siguieran haciendo fuera del horario escolar, para no perjudicar a la mayoría católica, y, al mismo tiempo, resguardar la libertad de conciencia y el derecho a la igualdad de trato de la minoría no católica. No estuvo sola: las dos compañeras que pensaban como ella la acompañaron. Su planteo fue desatendido: a su superior no le importaba la laicidad. Los derechos de la minoría le tenían sin cuidado.
Mes a mes, Soledad veía con indignación cómo se transgredía el principio de laicidad escolar, con total impunidad, en la Pedro Scalabrini. Venía el cura a media mañana y, durante largo rato, daba misa al estudiantado y la comunidad. Dentro del horario de clases, como si nada. Sin que importara que la minoría se sintiera relegada, discriminada y molesta. Y para colmo, el dictado de catequesis en períodos de albergada… Cebadera se manejaba como patrón de estancia, y puesto que él era católico, entendía que los demás debían serlo también.
La misa, además, entrañaba un gran perjuicio pedagógico: los niños y niñas perdían como dos horas de clase. El tiempo de escolaridad siempre es valioso, pero más aún lo es en una escuela albergue de zona de montaña donde el proceso de enseñanza-aprendizaje está muy concentrado debido al régimen especial de asistencia: no se concurre al establecimiento de lunes a viernes, semana tras semana, sino quincenalmente, cada dos semanas. Si hay escuelas donde, por nada del mundo, se debe sacrificar horas cátedra con actividades religiosas ajenas al currículum, esas escuelas son las rurales de albergada. Pero Cebadera nunca lo quiso entender. Para él, era más importante el proselitismo católico que la educación pública, llevar agua a su molino que promover el bien común.
En una reunión celebrada el 13 de junio, Soledad habló con las familias, en aras de llegar a un consenso superador. Las madres y los padres, a diferencia del contumaz director, estuvieron de acuerdo en que las misas debían ser realizadas fuera del horario escolar, para que así sus hijos e hijas no perdieran horas de clase. Hablamos, claro está, tanto de las familias evangélicas como de las católicas. El acuerdo fue general, unánime. “Los papás coincidieron conmigo, porque al ser una modalidad con menos jornadas de clase, lo que se busca es que los niños aprovechen al máximo el tiempo para los contenidos de la currícula”, explicó Soledad al diario El Sol, con motivo de una nota publicada el 1° de agosto.
La brega por la laicidad de Soledad y su compañera chocó, una vez más, contra la cerrazón e inflexibilidad de Cebadera. La DGE no hizo nada. Se abstuvo de intervenir, de mediar. Tal situación llevó a las dos docentes a buscar asesoramiento y apoyo en la filial mendocina de la APDH. El 5 de julio, esta asociación civil presentó en simultáneo una nota ante la DGE y el Inadi, denunciando “ejercicio irregular de funciones docentes” por parte de Cebadera, “y actos discriminatorios fundados en razones religiosas en la escuela […] Pedro Scalabrini”. Ambas notas administrativas concluían con la misma petición a Correas: que “instruya a la dirección de la escuela […] a cesar inmediatamente en las conductas irregulares y discriminatorias” (celebración de misas en horario escolar).
Cuando Cebadera se enteró de estas presentaciones de la APDH que tanto lo comprometían, lejos de deponer su actitud, decidió extremar su autoritarismo e intolerancia. Autoritarismo e intolerancia que, cabe acotar, no estuvieron exentos de sexismo y misoginia, según me manifestó Soledad en una de nuestras conversaciones. Cebadera sabía que su supervisor, Pablo Saso, cuidaba sus espaldas, y actuó en consecuencia. La impunidad suele sacar a la superficie lo peor del alma humana.
El director, que ya había labrado un acta contra sus subalternas «díscolas» el mismo día de la reunión con las familias, y otras más del mismo tenor en las jornadas subsiguientes, decidió entonces redoblar sus represalias, exacerbar su hostigamiento laboral. Lejos de cualquier búsqueda dialoguista, optó por dar rienda suelta a su rencor y revanchismo. De tal modo, una avalancha de actas y apercibimientos se precipitó sobre Soledad y su compañera. Debían ambas «escarmentar» por su «indisciplina». Así razonan los funcionarios educativos como Cebadera: con mentalidad de señores feudales. Conciben sus cargos públicos como feudos de su pertenencia; el ejercicio de autoridad, como un vale todo. El abuso de poder les es inherente.
Soledad y su compañera no pudieron tener acceso a todo ese alud de actas labradas en su contra, donde se las denunciaba por una variedad demasiado inverosímil de irregularidades, de un modo tan repentino y apresurado que genera mucho más que suspicacia, incluso si no se es mal pensado. Se les negó, en más de un caso, el legítimo derecho a informarse, sin el cual no era posible completar los debidos descargos. Por otra parte, las recriminaciones que sí salieron a la luz, y que las docentes pudieron responder, distaron bastante de estar bien fundamentadas con argumentos sólidos y pruebas concluyentes… La arbitrariedad e inquina fueron, pues, alevosas, escandalosas. Primó una voluntad punitivista, vengativa, carente de escrúpulos reglamentarios y éticos.
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El 31 de julio, cuando estaba en el ojo de la tormenta, Soledad fue dada de baja. ¡Qué casualidad! Puesto que la titular del cargo, antes de caducar su licencia por maternidad, había solicitado un mes más de licencia por enfermedad (art. 40), se le debía prolongar a Soledad su suplencia durante ese mismo lapso de tiempo, conforme a lo que establece el Estatuto Docente. Pero no. La DGE pretextó que Soledad había cometido varias faltas disciplinarias que no estaban justificadas, y que, por tanto, no correspondía ratificarla en el cargo. Lo que la DGE no dijo, obviamente, es que ese presunto incumplimiento de deberes no había sido verificado, toda vez que se le había impedido a la docente acceder a varias actas, privándola así de la posibilidad de hacer todos los descargos. Por lo demás, los descargos que sí fueron hechos nunca resultaron respondidos por la DGE, razón por la cual se ignora si fueron aceptados o no.
Tras un largo infierno de persecución ideológica, de hostigamiento laboral, de maltrato sexista, de desgaste psicológico y emocional, Soledad perdió prematuramente su suplencia en la escuela albergue de El Sosneado. Su discontinuidad fue, ostensiblemente, una represalia de la patronal. Se le negó el derecho a seguir en el cargo al menos otros 30 días más. La docente amiga que la acompañó en la lucha, al ser titular, no perdió el empleo, pero sí perdió la salud: está con licencia psiquiátrica, debido al estrés y los maltratos padecidos. Su hija, que cursaba en la Pedro Scalabrini, debió cambiarse de escuela.
No hay mucho de qué sorprenderse: tal es el precio que tiene, en Mendoza, defender la laicidad escolar. Ricardo Ermili, otro docente de San Rafael e integrante de la APDH, fue hace pocos días despedido por la DGE sin más razón que la de haber ordenado como supervisor –a los efectos de cumplir y hacer cumplir la normativa vigente en materia de laicidad– el retiro de los símbolos religiosos en los establecimientos a su cuidado. También él sufrió hostigamiento laboral de su superior, Carlos Daparo, quien llegó a espetarle “aténgase a las consecuencias”. E igual que en el caso de El Sosneado, la DGE dio de baja a Ermili sin sincerar su motivación ideológica clerical, su hostilidad hacia el laicismo. Simplemente, adujo que este supervisor le había faltado el respeto a la «investidura» del gobernador en un posteo político de Facebook, y que, por lo tanto, era un mal ejemplo para sus estudiantes… Supuestamente, no había existido otro problema más que ese.
Soledad no bajó los brazos. A principios de agosto, patrocinada por el abogado del SUTE, presentó una nota ante la Junta de Disciplina, denunciando que había sido dada de baja con graves irregularidades, y pidiendo que le restituyeran el cargo. Al día de hoy, no ha tenido respuestas… También se reunió con la Comisión de Derechos y Garantías de Diputados, donde expuso su caso. La cámara baja de la Legislatura mendocina le pidió un informe a la DGE. Correas, sin embargo, no dio marcha atrás.
La prensa se hizo eco de las denuncias de Soledad. Numerosos medios gráficos, radiofónicos y digitales cubrieron los sucesos de El Sosneado, tanto a nivel local y provincial como nacional: Diario Uno, MDZ, El Sol, Radio Nihuil, Sitio Andino, La Izquierda Diario, El Ciudadano, etc. Sin embargo, pese a esta repercusión, Soledad nunca recuperaría su cargo suplente en la escuela Pedro Scalabrini. Sigue todavía esperando justicia.
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Retornemos al principio. Volvamos a la mentada resolución 2719/18. Queda ahora claro por qué la DGE decidió anunciar con fanfarrias la perogrullada de que, conforme a la normativa vigente de laicidad, no se puede realizar actos religiosos en horario escolar. Fue una cortina de humo para tratar de tapar el escándalo de El Sosneado: no solo el atropello de las misas en horas de clase, y de la catequesis durante las albergadas, sino también la «caza de brujas» contra las docentes que habían denunciado esas irregularidades, una de las cuales había sido desvinculada arbitrariamente de su cargo, mientras que la otra se hallaba bajo licencia psiquiátrica debido al calvario sufrido.
Pongamos blanco sobre negro el significado y alcance concretos de la resolución 2719. Muchas personas, con candidez, desconociendo todo el trasfondo que hemos reconstruido aquí con meticulosidad, le dieron a la nueva disposición de la DGE sobre actos religiosos una interpretación demasiado optimista. Luego de escuchar con suma atención el audio de la entrevista que Radio Universidad le hiciera a Jaime Correas el pasado 16 de octubre, y a riesgo de quedar como un aguafiestas, quisiera puntualizar lo siguiente:
1) La DGE se ha limitado a prohibir las misas y la catequesis en la escolaridad estatal los días hábiles. En días inhábiles (sábados, domingos, feriados, vacaciones), tales prácticas confesionales están permitidas.
2) Los actos conmemorativos del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen de Cuyo siguen vigentes, ya que, según la antojadiza opinión de la DGE, no serían actos religiosos, sino tradiciones culturales/históricas que «exceden» la fe católica (argumento capcioso y paupérrimo que fue avalado por la Corte Suprema de Mendoza).
3) En un pasaje del reportaje, Correas parece deslizar que los rezos colectivos (con la copa de leche, por ej.) también quedarían prohibidos, aunque no es del todo claro al respecto. La ambigüedad suele ser la escapatoria de muchos funcionarios y funcionarias.
4) En cuanto a la cuestión de los símbolos religiosos en las escuelas estatales, el titular de la DGE evitó cualquier pronunciamiento categórico, pero sugirió que estarían legitimados por “los usos y costumbres”.
5) Correas alude con malicia y falsedad a la polémica por la remoción de la estatua de la Virgen en la rotonda de la UNCuyo. Reproduce las mentiras y exageraciones de la prensa hegemónica sensacionalista (MDZ, Los Andes, etc.). Habla de destrucción, cuando es sabido que no la hubo. La imagen no fue derribada ni vandalizada, sino removida, y entregada a un grupo católico de estudiantes, que se la llevó sin mayores dificultades.
6) Pese a su muy modesto alcance, la nueva resolución, de ser aplicada, supondrá un freno a los abusos clericales más extremos que se registran en el Sur mendocino, donde las misas y la catequesis en horario escolar, o durante las albergadas, son menos infrecuentes de lo que se cree, debido al enorme influjo social del Verbo Encarnado y otros sectores del integrismo católico.
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En la entrevista aludida, Correas no desaprovechó la oportunidad para descalificar al laicismo tildándolo de “minoritario”, “extremista” y “radicalizado”. Su discurso huele a macartismo rancio de la Guerra Fría, a doctrina de la seguridad nacional, a «lucha contra subversión», a derecha troglodita enfrascada en su paranoia.
Pero también afirmó otra cosa, sobre la que quisiera referirme antes de terminar. En su opinión, el laicismo “sobreactúa” para “generar conflicto”, dando a entender, así, que esa presunta sobreactuación respondería a un cálculo político mezquino. Ya se sabe: para Correas, toda crítica y todo reclamo a su gobierno es, por definición, un acting demagógico que esconde intereses facciosos y dañinos.
Quizás sea hora de que el director general de Escuelas se mire al espejo. Porque si hubo una sobreactuación, fue la suya. El único acting demagógico que se ha visto fue pedirles a tres adolescentes que posaran ante las cámaras con una cartelería laicista cuya ampulosidad y triunfalismo poco tenían que ver con la menudencia y obviedad de la medida tomada. Haber tenido que prohibir, en pleno siglo XXI, a casi tres años de mandato, las misas y la catequesis dentro del régimen de escolaridad estatal, no parece hablar muy bien de la gestión educativa cornejista. Parece, más bien, deslucirla. ¿No es, acaso, un indicio certero de su anterior pasividad, lenidad o complicidad?
Federico Mare