Cascotes, cristales rotos, puertas que se han salido de sus quicios… Poco ha cambiado diez meses después de que un terrorista suicida se reventara en el centro sociocultural Tebyan. Incluso los zapatos de muchas de las víctimas siguen abandonados en el semisótano. Desde entonces, al menos otros tres atentados igualmente mortíferos han sacudido la misma zona de Kabul, el barrio de Dasht-e Barchi de mayoría hazara. Esta comunidad, que sigue la rama chií del islam, se ha convertido en uno de los objetivos favoritos de la franquicia local del Estado Islámico, empeñada en abrir una brecha sectaria en Afganistán.
“Como todos los jueves por la tarde, se había organizado un debate con estudiantes de varias universidades y escuelas religiosas. Llegó un grupo numeroso y el vigilante de la cancela no pudo cachearlos a todos. Su compañero sospechó de uno de los asistentes, se acercó a él y entonces se produjo la explosión”, relata sayed Hasan Hoseini, director de la agencia de noticias Afghan Voice Agency (AVA), que se hallaba en la redacción, situada en el segundo piso.
Al menos 52 personas resultaron muertas, entre ellas 5 mujeres, y otras tantas heridas. “Perdí a nueve periodistas”, recuerda Hoseini. Varios de ellos habían bajado a escuchar la charla organizada por el hoyatoleslam Hoseini Mazari, el fundador del centro, con el que la agencia está asociada, aunque el director de AVA niega la financiación de Irán que les atribuyeron algunas fuentes. El Estado Islámico en la Provincia de Jorasán, como se autodenomina la rama local del grupo extremista suní conocido como ISIS, se responsabilizó de la matanza.
“No sé si ha sido el Daesh [despectivo para el ISIS] u otro grupo. Lo que está claro es que hay un ataque sistemático a los chiíes. Quieren matar a nuestros líderes religiosos, figuras de la cultura, e incluso a nuestros atletas”, denuncia Hoseini en referencia al rosario de agresiones que han sufrido este año. Tras el del Tebyan, el grupo se ha atribuido atentados contra un local de registro de electores (en el que murieron 60 personas en abril) y una academia de preparación de la selectividad (que dejó 48 muertos en agosto).
Unas calles más allí se encuentra el lugar de su último golpe terrorista, un complejo deportivo donde otro suicida acabó con la vida de una treintena de personas e hirió a un centenar, el pasado 5 de septiembre. La mayoría de las víctimas eran miembros del club de lucha Maiwand, que entrena en las instalaciones. El simbolismo es enorme para los afganos. La lucha olímpica ha sido tradicionalmente el deporte favorito de los hazara y sus títulos en esa disciplina les han dado relumbre entre el resto de los grupos étnicos del país (14 según la Constitución). Cuatro de los actuales campeones de distintos pesos, todos hazara y miembros del Maiwand, murieron en el ataque.
El gimnasio está cerrado esta mañana de miércoles, pero muy cerca vive el maestro Abbas, un luchador ya retirado que estaba dirigiendo el fatídico entrenamiento y perdió el brazo izquierdo en la explosión. “Oí un disparo. Me dirigí a la puerta para ver qué ocurría. Al ver al vigilante muerto, quise volver a cerrar, pero entonces el terrorista se hizo estallar y ya no recuerdo cómo me sacaron de allí”, rememora sentado frente al refresco con el que agasaja a sus visitantes. “No tengo ninguna actividad política ni estoy afiliado a ningún partido”, asegura aún incrédulo.
Abbas, que tras salir del hospital ha vuelto a entrenar a los que quedan del grupo, se niega a aceptar que se tratara de una acción contra los chiíes. “El club está abierto a todos; entreno tanto a chiíes como a suníes; en este país los terroristas matan a la gente en las escuelas, en las mezquitas, en los mercados y nunca se aclara quiénes son”, concluye escéptico.
Hasta ahora los chiíes (entre el 15 % y el 20 % de los 32-35 millones de afganos y en su mayoría hazara) no han entrado a trapo en la provocación sectaria. Pero el ataque al Maiwand amenaza con desbordar su paciencia. Se sienten acosados, desconfían del Gobierno y muchos están convencidos de que si la policía no tuvo que ver en el atentado, al menos hizo la vista gorda. De ahí que tanto Hoseini como Abbas relativicen la autoría del ISIS.
“La comunidad chií no está protegida. Por eso me he presento a las elecciones [del próximo sábado]”, declara Ruqia Alimi. La candidata es una chií que no pertenece a la etnia hazara, sino a los sadat que trazan su linaje hasta Mahoma y que suelen anteponer el honorífico sayed o sayeda a su nombre. “La inseguridad es general en Afganistán, pero los habitantes de esta zona carecen de infraestructuras y oportunidades. Los atentados sólo añaden dolor a su situación”, explica convencida de que, sea quien sea el autor, su objetivo es usar las diferencias etno-sectarias para dividir el país. Aun así, insiste en que quiere ser una “candidata nacional” y que la única forma de superar las divisiones es lograr trabajar juntos.