Arzobispos y obispos españoles parecen empeñados no ya en parar el reloj de la historia sino en regresar al pasado.
Añoran un pasado, el del franquismo, en el que sólo unas pocas, muy pocas voces de la jerarquía católica de nuestro país se atrevieron a marcar distancias con la criminalidad institucional de una dictadura fascista impuesta a sangre y fuego.
Añoran un pasado en el que ellos, gracias a la existencia de una tiranía basada en el nacionalcatolicismo, a la que colmaron de todo tipo de bendiciones y elogios, gozaron de toda clase de prebendas, impusieron sus propias leyes al conjunto de la ciudadanía española. Más aún, añoran tiempos más lejanos, aquellos en los que no fueron pocos los curas que se lanzaron al monte a pegar tiros a diestro y sobre todo a siniestro. Aquellos curas trabucaires, alzados en armas contra los liberales en las guerras carlistas, son el espejo en el que se contempla buena parte de la jerarquía católica española. Su bagaje ideológico era el de El liberalismo es pecado, libelo del canónigo catalán Félix Sardà y Salvany.
Ahora estos jerarcas del catolicismo fundamentalista e integrista apelan a la libertad –aquella libertad a la que combatieron con pertinaz saña durante el franquismo-, pero en realidad sólo defienden su propia libertad, la libertad de imponer al conjunto de los ciudadanos sus opiniones y creencias. Reniegan del mensaje conciliador que en el tardofranquismo y la transición dieron el cardenal Tarancón y obispos como Jubany o Añoveros, pasando a recuperar el lenguaje inquisitorial, dogmático y guerrero del cardenal González Martín o del obispo Guerra Campos.
Los Rouco Varela, García-Gasco, Cañizares y demás jerarcas del catolicismo español que remedan ahora a sus antecesores cómplices de todos los crímenes de la dictadura fascista del general Franco y que parecen querer recuperar la tradición de los curas trabucaires de antaño, no son conscientes de que la España de hoy es una España democrática, y por consiguiente libre. Una España en la que ni ellos ni nadie pueden pretender detentar el monopolio de nada, y mucho menos aún el de la verdad. Ojalá sean conscientes de ello otros miembros de la jerarquía católica española. Si no fuese así, si al fin en la Conferencia Episcopal Española se imponen las tesis radicales de los defensores del fanatismo fundamentalista e integrista, vamos a vivir años de conflicto permanente.