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Cuatro obispos holandeses abusaron de menores durante su mandato

Imagen de 2013 del velatorio de Jo Gijsen, uno de los obispos que abusaron de menores. MARCEL VAN HOORN AFP

La niña tenía 12 años y le llevó hortensias al párroco. Él la empujó contra la puerta y se aprovechó de la peor manera. Al día siguiente no le dio la comunión, delante de todo el mundo, porque la menor había pecado y debía confesarse. Pasaba el verano con sus tíos y subió a la bici: sin mapa, recorrió cien kilómetros hasta la casa de sus padres. Allí la trataron como si fuera culpable. Todavía hoy, en su pequeña comunidad la llaman la hija del Diablo. Sucedió en los años cincuenta, en Holanda, e imperó el silencio. Como en otros países con agresiones sexuales certificadas en el seno de la Iglesia católica. Ahora se ha comprobado que 20 de los 39 cardenales, obispos y obispos auxiliares holandeses participaron directamente: cuatro abusaron en persona de varios menores; los otros 16 trasladaron de parroquia a sacerdotes pederastas que siguieron delinquiendo.

“La niña de las hortensias se emancipó, contrajo matrimonio y tiene hijos y nietos; una familia propia encantadora. Salió adelante, pero el pasado siempre pesa”, recuerda Annemie Knibbe, consejera de la Fundación de Mujeres para los Menores Víctimas de Abusos Eclesiales. Según asegura, “en Holanda hay comunidades cerradas de laicos donde se observan los votos de castidad, obediencia y celibato, según la regla monástica de San Benito”. “Ahí reclutan a jóvenes que tal vez acaben un día en los seminarios. Pero no se les permite desarrollar un juicio moral para resolver el conflicto entre la lealtad a la jerarquía y la protección de la infancia. Se les hace cómplices, porque se arriesgan a la excomunión si denuncian los abusos. Los obispos holandeses garantizan la firma de un código de conducta para el clero, pero estos grupos no lo han suscrito. Es un ambiente raro, con estrechos lazos con el obispado, y unos jóvenes separados de sus familias que dependen material y emocionalmente de la propia comunidad”.

En 2011, el informe oficial sobre lo ocurrido —Comisión Deetman— cifró en hasta 20.000 las víctimas de abusos perpetrados en Holanda por unos 800 religiosos entre 1945 y 2010. En estos casos, la abogada Noor Geraads añade que las víctimas suelen responder al mismo patrón. “He llevado a nueve clientes que asistían de pequeños a la escuela local. El párroco del pueblo dirigía el coro y participaba en el club deportivo. Y hacía estas cosas. El Obispado de Roermond (sureste del país), al que pertenece la localidad donde abusaron de ellos, acabó reconociéndolo y han sido indemnizados. Seis recibieron 100.000 euros cada uno, la suma destinada a los peores abusos. Imagine por lo que pasaron. Pero otros muchos callaron, y no sabemos qué ocurrirá con agresiones antiguas, aún por denunciar. Mayo de 2015 era la fecha límite para presentarlas”, dice. El obispo nombrado en su demanda, Johannes Gijsen, fallecido en 2013, es uno de los cuatro señalados en un inventario publicado por el rotativo NRC Handelsblad.

El diario, de tirada nacional, ha cruzado los resultados de la comisión con otras dos fuentes: los testimonios de los afectados, recogidos por una oficina especial abierta por la Iglesia católica, y las notas tomadas para su propia investigación. Así ha llegado al cuarteto de prelados que abusaron personalmente. Son Jan Niënhaus, fallecido el año 2000 (Utrecht); Philippe Bär (Róterdam); Jan ter Schure, muerto en 2003 (Den Bosch), y el mencionado Jo Gijsen (Roermond). Todos los casos han prescrito, “pero se ha podido comprobar, entre otros, que el Obispado de Roermond conocía los abusos desde 1969 y no hizo nada por evitarlos”, añade la letrada Geraads.

Portavoces de la Iglesia Católica holandesa reconocen como ciertos los nombres de los prelados, y recuerdan que “desde 2014 los sacerdotes necesitan un certificado de buena conducta para poder trabajar”. Algunas víctimas se sienten aliviadas. Otras intentan superarlo en silencio. “La Comisión Deetman [por Wim Deetman, exministro de Educación] logró el reconocimiento de parte de los hechos. No aclaró la responsabilidad de la jerarquía eclesiástica por proteger a los culpables, en lugar de haber protegido a los niños. Muchas víctimas desconfían de que la Iglesia revele toda la verdad, y pueda merecer la confianza de la gente. No hay diálogo sobre los problemas sistémicos que afectan a la institución. Perdimos la esperanza, sin duda, con la reacción del Papa ante el informe de Pensilvania y los abusos de menores por parte del clero. El Pontífice y los obispos siguen anclados en su mundo, cuando las crisis siguen aflorando. Como en Alemania, con el abuso de 3.677 menores entre 1946 y 2014”, afirma Annemie Knibbe.

La experta apunta que la ocultación de los abusos ha oscurecido la buena labor de la Iglesia. “Es triste pensar que ha perdido su autoridad moral en el mundo, que es relevante para proteger a la infancia. Como en Estados Unidos, pidiendo al presidente Donald Trump que libere a los menores inmigrantes. Y en asuntos internacionales de paz y guerra, y cuidado del entorno. La Iglesia ha perdido peso y autoridad moral, y sus voluntarios con ella”, concluye. La oficina eclesial holandesa que reúne las denuncias cerró en enero de 2018. Las nuevas quejas se derivan a otra instancia gestionada a su vez por el clero.

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