Pasados ochenta años desde el golpe de Estado del general Franco, los militares africanistas, la iglesia católica y la oligarquía española, no contamos todavía con un pequeño manual accesible a todos los públicos en el que quede reflejada la vida y obra, siquiera sucintamente, de quienes de un modo u otro contribuyeron a perpetrar el gran holocausto español del siglo XX. La falta de un libro de ese tipo impide, a nuestro juicio, que nativos y extraños ajenos a nuestra historiografía contemporánea conozcan la magnitud de la barbarie franquista, quienes fueron los protagonistas principales, los ejecutores, intelectuales o materiales, pero también los cómplices necesarios, los encubridores y los justificadores. Aunque no se trata en ningún caso de un estudio pormenorizado en el que se incluyan las biografías de todos aquellos que colaboraron con la criminal dictadura –sería un trabajo tan prolijo como absurdo porque muchísimas personas que se aproximaron o se involucraron en el régimen lo hicieron por miedo, engañó o por supervivencia- no se puede olvidar que los responsables del golpe de Estado que dio lugar a la mayor tragedia española de los últimos siglos no fueron sólo los militares traidores que empuñaron las armas contra el Gobierno legítimo de la Segunda República, sino también quienes le dieron cobertura doctrinal, publicitaria y financiera.
Poco antes de la victoria aliada en la II Guerra mundial, las autoridades franquistas se encargaron de borrar cualquier huella evidente que pudiese servir a las generaciones futuras para evaluar el alcance de la barbarie. Mientras en los territorios liberados por los aliados se filmaron y fotografiaron exhaustivamente los lugares del horror, incluso el horror mismo, en la España de la dictadura franquista, que después de 1945 pretendía buscarse un lado cerca de Estados Unidos, se desmontaron los campos de concentración, se quemaron las fotografías y películas que daban testimonio de las atrocidades cometidas, imponiéndose un silencio sepulcral fruto del terror que impedía a las víctimas y sus allegados contar cualquier penalidad. Apenas hay, al contrario que en Alemania, Italia, Polonia, Rusia o la Francia ocupada, imágenes de fusilamientos, linchamientos, torturas, deportaciones, confinamientos, vejaciones o desapariciones, circunstancia que llega al extremo de que todavía hoy desconocemos dónde están los restos de uno de los poetas españoles más universales: Federico García Lorca. El miedo es hijo del terror y el terror planificado por los golpistas causó efectos tan demoledores entre el pueblo español que hasta hace no demasiados años se prohibía en muchísimas casas hablar de aquel periodo o recordar a los familiares que habían defendido al régimen constitucional republicano. El estreno en Alemania de las películas de Frédéric Rossif sobre la guerra, el holocausto y el exterminio nazi1, montadas con documentales rodados primero por los propios nazis, luego por los aliados, causaron una terrible conmoción en el país, entre los ciudadanos a los que todavía en los años sesenta no se les había contado con crudeza la realidad de los hechos protagonizados por sus compatriotas. Sin embargo, algo así sería imposible en España porque aunque aquí también se rodaron miles de metros de película sobre la barbarie cuando todo apuntaba al triunfo del nazismo, la inmensa mayoría de ellas fueron destruidas o no se han encontrado todavía, atribuyendo los gobernantes fascistas españoles a la propaganda comunista cuanto en ese sentido se decía en el exterior.
Que no tengamos imágenes del exterminio del contrario ideológico que tuvo lugar en Sevilla, Badajoz, Málaga y tantos otros lugares, no niega que ese exterminio fuese real, pero sí que aquellos hechos dramáticos hayan llegado al gran público, a la ciudadanía, circunstancia que han aprovechado los historiadores, periodistas y tertulianos franquistas para negar los hechos y dar una visión edulcorada del régimen en los grandes medios de comunicación2. Mucho se ha hecho desde la muerte del tirano por recuperar nuestra memoria pisoteada, pero aún así, la carencia de testimonios documentales ha jugado en contra de que el pueblo español sepa las verdaderas dimensiones de la tragedia. Es desde ese contexto y con esa pequeña finalidad, que nace este sencillo libro sin más pretensiones que servir de instrumento de conocimiento y divulgación de nuestro doloroso pasado reciente, un pasado que no podemos dejar que el tiempo y los años borren porque, al igual que otros países que protagonizaron episodios similares, tenemos la obligación de conocerlo, asumirlo y hacer todo lo posible para que jamás vuelva a repetirse.
Pedro L. Angosto.
Prólogo