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España, el dinero y los desafíos del Papa B-XVI

Durante veinte minutos, el Rey Don Juan Carlos de España y el Papa Benedicto XVI han conversado a solas, dejando trascender a los voceros su preocupación por hallar soluciones a los problemas que acosan a la juventud y a sus insatisfacciones. Motivos tienen para preocuparse, seamos justos. Precisamente ahora, cuando la juventud española se ha volcado a las calles a pedir una democracia real y a protestar por un sistema que, aunque se declare laico y aconfesional, mantiene prácticas de protección y privilegio para las experiencias católicas e incluso para las monárquicas. El alto número de católicos españoles, y la potencia cultural de la tradición, propician, desde luego, la polarización del conflicto. Y el Papa aparece en los mismos escenarios que los manifestantes del 15-M con ideas que cortan de plano el avance de reclamos democráticos mediante la ley.

Su mensaje de arribo no pudo ser más claro respecto a las circunstancias inmediatas del país (“Que nada ni nadie os quite la paz; no os avergoncéis del Señor”), al aborto, la eutanasia y la reproducción asistida: “Hay muchos que, creyéndose dioses, piensan no tener necesidad de más raíces y cimientos que ellos mismos, que desearían decidir por sí solos lo que es verdad o no, lo que es bueno o malo, lo justo o lo injusto; decidir quién es digno de vivir o puede ser sacrificado en aras de otras preferencias; dar en cada instante un paso al azar, sin rumbo fijo, dejándose llevar por el impulso de cada momento”. Un desafío de división, pues acusa a la ciudadanía no católica de perseguir y acosar a sus fieles. La más elemental hermenéutica revela el sentido primario del mensaje.

Así, los ciudadanos que durante siglos han vivido bajo mandatos estrictos de moral —soportando de paso la hipocresía de los padres—, y que al fin han conseguido leyes que les permitan elegir, son en realidad acosadores y perseguidores. Y persiguen y acosan porque reclaman su derecho humano de planificar su vida con independencia de lo que opinan los mensajeros de Dios en la tierra, los férreos defensores de los dogmas de dominación que manipulan la fe de la persona. Ya advertía Gramsci que la fe popular no estaba determinada por la fe institucional, pero que sí resultaba sensible de dominación, de imposición de hegemonías.

Los elementos básicos de legitimación de las protestas españolas por la visita de B-XVI se centran, sin embargo, en el uso del dinero, en la utilización de los fondos públicos para el sufragio de su periplo. El reclamo de derechos ciudadanos, como la libertad de manifestación sexual, la decisión acerca del aborto, se expresan en tonos desafiantes, a riesgo del comportamiento y del sentido común. La dominación católica es aun en España un estatuto natural, tan arraigado en la cultura, que al tratarlo como opción, como derecho, raya en el conflicto y anuncia el fanatismo.

Y al fanatismo acude precisamente B-XVI, en un pacto con las fuerzas más reaccionarias del Estado español. De ahí que el problema no esté centrado en verdad en el dinero, en el desvío de esos fondos públicos, aunque ello sea también inaceptable, sino en el programa de comportamiento, en el salto hacia la legitimación de normas morales que la Iglesia católica ha usado como vía de dominio y de sometimiento social, a su distancia elemental con la necesidad popular de la fe en vastos sectores ciudadanos. l problema se centra en su llamado a la dominación complaciente.

Si en principio parecía al observador externo un tanto extremista la protesta, las declaraciones y el comportamiento expreso de B-XVI apuntan hacia un desafío a quienes piden reivindicaciones y transformaciones sistémicas; una coyunda a la aceptación del orden clasista en el que la dádiva y la mendicidad —en sus diversos camuflajes— serían el símbolo de bondad astutamente administrado por la poderosa institución eclesiástica.

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