La última iniciativa del congresista Tubino, que busca sancionar con cárcel a quien «sin derecho ataque a otro mediante ofensas, desprecios, agravios o insultos a su libertad religiosa y de culto», es un viaje en el tiempo hasta el medioevo, donde los cuestionamientos a la Iglesia, a través de la herejía y la blasfemia, eran camino seguro a la prisión o la muerte.
Resulta evidente que la propuesta pretende otorgar privilegios a grupos religiosos blindándolos de cualquier cuestionamiento y crítica. Además, plantea proteger un sentimiento y no un derecho, algo que es jurídicamente imposible, considerando que nuestra legislación penal ya ofrece protección para los casos en que se afecte el honor de una persona mediante la calumnia, injuria o difamación.
Lo que se propone limita la libertad de expresión. Hasta podría dificultar la búsqueda de justicia. El congresista De Belaunde recordó que cuando propuso crear la comisión investigadora al Sodalicio por los abusos contra menores de edad, el mismo congresista Tubino se opuso señalando que eso sería un ataque a la Iglesia católica. Con una ley como la propuesta, ¿qué hubiese pasado con los críticos de ese grupo religioso? Pensando en otros casos, ¿tendríamos que aguantar imposiciones contrarias a nuestras creencias o libertades individuales en silencio?
Finalmente, la tolerancia no consiste, como se establece con frecuencia, en respetar lo que otros creen, sino en respetar el derecho de otros de decir incluso aquello que a veces nos puede parecer ofensivo. Esto, sin embargo, no significa que la tolerancia es infinita, pues la única forma de construir un sociedad tolerante, es siendo intolerante con la intolerancia. El filósofo Karl Popper la llamó la “paradoja de la tolerancia”: si una sociedad es ilimitadamente tolerante, corre el riesgo de ser destruida por los intolerantes. No abramos esa puerta.
Augusto Rey
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