Hace tan solo unos días, el pasado 24 de septiembre, tuvo lugar la celebración de la Virgen de la Merced, junto con la de San Dionisio (9 de octubre), una de las fiestas patronales de Jerez de la Frontera. Y, como se viene repitiendo cada año, nuestro Ayuntamiento, representado por su alcaldesa, Mamen Sánchez, junto con otros miembros de la corporación municipal, han participado de la renovación del “voto a la Patrona de la Ciudad”.
El acto en cuestión consiste en la confirmación, año tras año, de que la protección de la ciudad se somete a la representación de la Virgen de la Merced, acto simbólico de gran significado para la comunidad católica de nuestra ciudad. ¿Pero qué hay del resto de la ciudad que, por diferencia de credo o ausencia de éste, no participa de estos ritos? Una vez más estamos ante una clara violación del principio de aconfesionalidad que debe regir el proceder de nuestras administraciones y sus gestores, representantes de la toda la ciudadanía y no solo de parte de ella.
Constantemente se apela al “respeto a nuestras tradiciones” desde un ámbito tan hermético como es la Iglesia católica y sectores conservadores de la sociedad, un argumento irracional tras el que subyace el deseo de mantener tanto su “tradicional” influencia en la moral pública (evangelización), y no sólo a través de sus fieles, sino también desde las instituciones, como su poder.
Durante nuestra oscura historia reciente, la dictadura franquista tuvo al nacionalcatolicismo como seña de identidad ideológica, cuya manifestación más visible fue la hegemonía de la Iglesia católica en todos los aspectos de la vida pública e incluso privada. La ausencia de ruptura con este periodo a través de la Transición española permitió el paso de un régimen dictatorial a uno constitucional que restauraba la democracia, pero no todos sus estamentos “transitaron” de la misma manera. Entre ellos, el que menos se movió fue la Iglesia católica. Cabe decir que, como institución privada que es, puede comportarse como una sólida roca en cuanto a los principios que la rigen, pues solo debiera incumbir a los que participan de ella voluntariamente, pero lo que resulta escandaloso es que se mantenga y consienta su influencia en la esfera pública a pesar del carácter aconfesional de la Constitución española de 1978.
Hoy en día, resulta cuanto menos chocante que nuestros representantes públicos, como tales, continúen con este esperpento de someter las instituciones democráticas al amparo de ritos eclesiásticos, ritos que, por su carácter ideológico, son excluyentes para parte de la sociedad. Es por ello que desde el movimiento laicista venimos reivindicando desde hace muchos años la escrupulosa neutralidad de nuestras administraciones y sus representantes en el ámbito de las creencias religiosas (o ausencia de las mismas) pues éstas se han de situar exclusivamente en el ámbito privado.
El cambio provocado por la secularización de la sociedad que ha tenido lugar durante los últimos cuarenta años en España debería haber venido acompañado de la adaptación de estas “tradiciones” a la nueva realidad social, abriendo estas celebraciones a la participación de toda la ciudadanía y no limitando los actos a determinados ritos religiosos no compartidos por todos.
Por todo esto, señora alcaldesa, usted no renueva el voto “en nombre de todos los jerezanos”. Usted, por muy de manera simbólica que lo haga, somete el carácter democrático del Ayuntamiento que encabeza al poder de una organización privada, al poder de la Iglesia católica. Usted no actúa en representación de todos los jerezanos. Porque cada día somos más los ciudadanos que no damos por hecho que lo que se nos ofrece debamos aceptarlo sin que se pueda contravenir atendiendo a las razones que una sociedad libre y democrática aporta. No en nuestro nombre.