Algunos dicen que esto es algo así como un “acto republicano”, pero lo cierto es que no parece más que el resultado del nulo raciocinio laico que hay aún en nuestro país
Resulta que Michelle Bachelet fue abucheada e insultada en el Te Deum evangélico. A diferencia de lo que sucede comúnmente, la Presidenta se vio inmersa en un terreno hostil en donde más de un fanático religioso le dijo asesina por haber impulsado la conservadora ley de aborto en tres causales. La culpaban por matar niños imaginarios que solamente viven en sus cabezas.
Esto a Bachelet la ofuscó. Se la veía poco feliz, con el ceño fruncido y mirando su reloj en cada momento en señal de que quería irse lo antes posible de ese evento religioso que curiosamente el Estado avala con la presencia de sus máximas autoridades. Era como si, de un momento a otro, esta extraña “tradición” comenzara a presentarse ante sus ojos como lo que es: la inútil pleitesía del aparato estatal a una religión.
Algunos dicen que esto es algo así como un “acto republicano”, pero lo cierto es que no parece más que el resultado del nulo raciocinio laico que hay aún en nuestro país. Por lo que este hecho podría ser una razón más que poderosa para comenzar a preguntarse por qué se debe ir a esos lugares, pero sobre todo- e incluso más importante- para emprender el camino hacia la comprensión de que un Presidente no tiene por qué ser un artista pop, ni un chico reality que busca la simpatía del público para quedarse una semana más en el “refugio”. Un Mandatario tiene, en cambio, que arriesgar la popularidad para hacer lo que debe hacer según los principios democráticos que lo mueven a encabezar un gobierno, por lo que parece bastante torpe asustarse y hasta enojarse por reacciones extremistas.
Por esto es que estas pifias traen de dulce y de agraz para Bachelet. Lo agraz estuvo a la vista. Lo dulce, en tanto, ella lo podría notar si es que toma en consideración que hacer política nunca debe ser una fiesta de bonitas palabras y buenos deseos con sonrisas bonachonas. Concretar un programa como el que ella quiso llevar a cabo, requiere de fuerza y obstinación, aunque se diga lo contrario. Por ende, los hoyos en el camino no deben ser tomados como una ofensa personal, ni como un motivo para mirar para atrás y volver a los autoritarios “acuerdos” del pasado, sino que debe servir para entender que, después de todo, algo se ha avanzado en los llamados “temas valóricos”. O sino no habría loquitos gritando.
Ahora, el problema viene hacia adelante. Porque si bien Bachelet ha cumplido una agenda con tintes liberales, lo cierto es que en materia de paradigmas sociales y políticos aún está al debe. Y los escandalosos gritos de los evangélicos que la apuntaban con el dedo, pueden ser también una oportunidad para mirar a ese público politizándolo, bajando hacia los lugares idiotizados por el fanatismo, para así recordarles que la política puede mejorar sus destinos de manera más eficaz que la religión, entrando así a debatirle el terreno a una derecha que los ha convencido de lo contrario.
Por lo tanto, ver este episodio como algo solamente negativo es quedarse en la anécdota y evitar pensar más allá. Es aplicar la política de la ofensa por sobre la oportunidad para mirar con los ojos bien abiertos cuáles son los logros y los grandes desaciertos. Pero sobre todo para pensar que la calidad de los opositores puede determinar si es que uno está o no equivocado en lo que está realizando.