Las sentencias del Tribunal Europeo sobre dos trabajadoras con hiyab tienen un alcance mucho más amplio que el de la libertad religiosa: parece que cualquier tipo de derecho queda en suspenso si se trata de la libertad de empresa
El Tribunal de Justicia de la Unión Europea se pronunció ayer sobre los recursos que presentaron dos empleadas en empresas privadas que fueron despedidas por llevar pañuelo musulmán, una en Bélgica en 2006 y otra en Francia en 2007. Aunque las sentencias de la Gran Sala difieren en uno y otro caso en el contenido y en las consecuencias concretas, comparten sin embargo el mismo enfoque, basado en la legitimación de la discriminación a ciertas minorías, especialmente musulmanas, y a las mujeres.
Tales sentencias fueron precedidas de las opiniones jurídicas de dos abogadas generales del Tribunal –abogadas y no abogados, como recoge sorprendentemente el texto en su versión española– que en el momento de emitir sus conclusiones –no vinculantes– en 2016, también expresaron posturas diversas.
La clave argumentativa de las sentencias del 14 de marzo de 2017 es en ambos casos el concepto de discriminación directa e indirecta. Una persona es víctima de discriminación directa cuando es tratada desfavorablemente con respecto a otras por motivo de sus convicciones, religión, etc. Y es indirecta cuando un principio igualitario o neutro supone una discriminación mayor para un determinado colectivo que para otro.
Por ejemplo, un reglamento interno de un instituto que prohíba llevar cualquier tipo de prenda sobre la cabeza, ejerce una discriminación indirecta sobre las chicas con hiyab porque afecta especialmente a este colectivo, aunque la norma no contenga referencias a la prohibición de hiyab, que sí sería constitutivo de discriminación directa. Lo mismo ocurre en el nivel nacional con la Ley de Laicidad francesa (2004), que regula el porte en la escuela pública de todos los signos religiosos visibles. Aunque no es una ley contra las chicas o las mamás con pañuelo –estas últimas como acompañantes en actividades escolares–, ellas terminan siendo, de hecho, su objetivo principal.
En el caso belga, ya la opinión de la abogada señalaba en 2016 la aceptabilidad de la prohibición de llevar el pañuelo en la empresa. Admitía la posibilidad de que se tratara de una discriminación indirecta, pero justificable por el hecho de que el empresario aplicara en la empresa una política de neutralidad religiosa, algo totalmente legítimo. La prohibición sería una medida proporcionada y adecuada a tal fin que además no perjudicaría excesivamente a los intereses de la trabajadora. Por otra parte, la abogada general que hace menos de un año emitía un dictamen sobre el caso francés, apuntaba al extremo opuesto y afirmaba que la prohibición del pañuelo era una discriminación directa ilegal.
En las sentencias de ayer, el Tribunal finalmente admite para el asunto belga que la prohibición del pañuelo es una discriminación indirecta, pero justificada legítimamente; para el francés, recogiendo muy parcialmente la opinión de la letrada, concluye que no se justifica que la ausencia de pañuelo sea un requisito profesional esencial y determinante; por lo tanto, el despido de la trabajadora puede constituir una discriminación indirecta.
Es decir, en ninguno de los casos las sentencias admiten que haya una discriminación directa. Pero obviamente, es poco probable que ninguna empresa se atreviera a despedir a una mujer musulmana aduciendo que es una mujer, que es musulmana o las dos cosas a la vez. Por ello, la argumentación para sostener tales despidos pasa por disfrazar los motivos de la discriminación de modo que parezca que se fundan en razones técnicas o laborales o incluso, en el respeto a los derechos individuales. El resultado es la construcción de una retórica institucional –y naturalmente legítima– claramente islamófoba y sexista, que actúa de peligroso precedente para otras prohibiciones «menores» en establecimientos educativos, salas de juzgado o incluso universidades.
Además, sin que llegue a ser necesaria una prohibición escrita para estos contextos, legitima la sanción social informal del porte del hiyab, aislando y excluyendo a las mujeres musulmanas y diluyendo la capacidad de reacción de las chicas con pañuelo y de sus posibles aliadas (compañeras de trabajo, de clase, profesorado, etc.).
Nos encontramos ante un caso de racismo institucional que termina cuestionando otros derechos. En primer lugar, las sentencias colocan a todas las trabajadoras y trabajadores en un espacio donde la discriminación «indirecta» es justificada en aras de la eficiencia y del capital, apelando además a los derechos de las empresas en el ámbito de la Unión, reconocidos formalmente en la Carta y apelados desde el propio Tribunal.
Esto tiene un alcance mucho más amplio que el de la libertad religiosa, puesto que cualquier tipo de derecho parece quedar en suspenso si se trata de la libertad de empresa. Es otro hito que muestra a la Europa de las necropolíticas, que diría Mbembe, construida al servicio de los intereses empresariales y sin lugar para las personas ni para sus derechos, especialmente si se trata de pobres, mujeres o minorías.
En segundo lugar, sería una ingenuidad pensar que en una Europa con una importancia cada vez mayor de los populismos xenófobos e islamófobos, que usan el pánico moral como herramienta de control, las instituciones europeas se mantendrían al margen. Es obvio que aquí se han situado a la cabeza en la producción de leyes, normas y jurisprudencia que van directamente en contra de las mujeres musulmanas, pero no solo de ellas; también tienen como objetivo el resto de las mujeres, porque la regulación vestimentaria recae, de forma no casual, solo sobre sus cuerpos, no sobre los de los varones. Finalmente, estrecha el cerco en torno a la población musulmana, para que no se olvide que, independientemente de la nacionalidad, son ciudadanos de segunda clase.
Ángeles Ramírez. Profesora Titular de Antropología de la Universidad Autónoma de Madrid