José Antonio Arrabal, enfermo de ELA, desea morir en el momento que él decida. La esclerosis lateral amiotrófica provoca una degeneración neuronal que va extendiendo la parálisis a toda las zonas del cuerpo excepto el cerebro. El enfermo va viendo como se paralizan sus piernas, sus manos, va viendo como va dejando de hablar, de tragar y de respirar mientras sus sentidos permanecen intactos.
Literalmente asiste a su decadencia, pues sus ojos la observan hasta el final y su intelecto no se ve afectado. En el plazo de unos pocos años asiste a su muerte por ahogamiento. Es una muerte segura y él es actor y espectador a la vez, pues es el protagonista del drama y al mismo tiempo contempla como su cuerpo se va desmoronando sin poder hacer nada por ello. En ese drama no está sólo, los suyos asisten impotentes a su decadencia. Una sociedad hipócrita les obliga a todos a padecer el sufrimiento que esa lenta muerte supone. Su cuerpo ha empezado a morir desde antes de ser diagnosticado, cada día un músculo va muriendo y esa pérdida supone una descarga involuntaria para él y una carga más para los demás.
Una sociedad capaz de evitar el sufrimiento innecesario a sus animales le obliga a él a soportarlo hasta el final. ¿En función de qué o de quién se ha de obligar a este padecimiento? ¿Qué legislador insensible ha de decidir sobre mi vida? ¿Qué Dios ha de desear esta tortura? Es paradójico pretender alcanzar el bien mediante el mal, mediante el dolor y la angustia. Parecemos asentados sobre una sociedad un tanto esquizofrénica.
La muerte forma parte de la vida, no es su opuesto; ayudar a morir también es ayudar a vivir. Según las encuestas nos encontramos en una sociedad mayoritariamente consciente de este problema y que comprende la necesidad de regular el suicidio asistido e incluso la eutanasia, pero el miedo y los prejuicios atenazan a la clase política. La iniciativa legislativa se va demorando cada día un poco más. Siempre hay tiempo en la legislatura para ello, hasta que esta llega al final. Esta regulación parece condenada a la eterna procrastinación, siempre habrá justificación política para aplazarla por otros asuntos más agradables y menos conflictivos.
El conflicto no es sino una lucha de poderes y en esa lucha el poder político siempre se arruga ante la posible presión del lobby religioso. Y en ese camino distintos José Antonio Arrabal van quedando atrás entre sufrimiento y tragedia. La mayoría de ellos son muertos anónimos que no han tenido ocasión de salir en los periódicos. Se trata de noches en vela, de silencios interminables, de estertores contabilizados en la oscuridad, de insomnio del paciente, de espasticidad, de calambres, de dolor; se trata de lágrimas y enfrentamientos, de desconcierto y rupturas, todo ello ajeno a nuestros «representantes».
¿Por qué se me ha de obligar a contemplar mi decadencia física y las consecuencias que ella trae para los míos? ¿Por qué no puedo elegir el momento de mi final, un basta ya que establezca el tiempo para mi descanso y para el descanso de todos? La vida puede entenderse como un regalo, pero no se puede exigir que ese regalo, a partir de un momento, se vuelva contra nosotros, que vaya estrangulando lentamente mi existir. No se debe forzar a los demás a asistir a mi sufrimiento, ni a mí a asistir al suyo por muy callado que sea. Agradezco a la vida todo lo que me ha dado, mis seres queridos que me han proporcionado la felicidad, esa felicidad que tuve y tengo y que espero tener hasta el final.
No es contradictorio desear poner punto y final en ese momento, antes de que esa felicidad pierda el pulso con la desgracia. Eso es lo que se ha de esperar de mí, luchar hasta el final por arrancar la sonrisa, otorgar sentido a mi vida y descargar de una pesadumbre excesiva a los demás, abandonar este mundo, si es posible, dejando un grato recuerdo inevitablemente mezclado con cierto padecer, que me recuerden sabiendo que hasta el final intenté hacerles felices, hasta el final, y que estuve dispuesto a sacrificar mi vida por ello, que agradecí ese último chiste que me dijeron entre lágrimas y caricias, que sabiendo que ese era el momento no pude despedirme de ellos con un saludo porque mis manos ya eran demasiado torpes pero sí guiñando un ojo y corriendo el telón.
No entiendo qué reproche he de recibir por ello, qué haría mal con esa decisión, no sé bien en quien residiría la maldad, si en mí o en quienes, teniendo en sus manos facilitar esta salida, por prejuicios, fanatismo, miedo, comodidad o cálculos electorales, se empeñan en anteponer el sufrimiento, la tortura, a su alivio.
José Antonio Arrabal tiene derecho a poder elegir el momento de su despedida sin tener que abandonar su tierra y su gente. Tenemos derecho a dirimir públicamente esta polémica, pero no a que mientras lo hacemos una persona degrade su dignidad en un sufrimiento sin sentido y su entorno se vaya ahogando también en el. Elegir una muerte digna es optar por una vida digna y por el final de ésta cuando deja de serlo.