Los ataques yihadistas se ceban sobre todo con el mundo musulmán, ahogando sus esperanzas
Sin duda el yihadismo puede apuntarse un tanto: sembrar el caos, hacer cundir el pánico, normalizar el estado de excepción. Celebrar la llegada del año nuevo ya no es lo mismo, debe hacerse, como anoche, en plazas rodeadas de bloques de hormigón, con el miedo colectivo a otro ataque con camión como los de Niza oBerlín. Del mismo modo, volar no fue lo mismo después del 11-S, con los Gobiernos acumulando capa tras capa de seguridad, pidiendo con razones de peso a los pasajeros que renuncien cuando proceda a su intimidad. Pasear entre policías con chalecos antibalas y fusiles de asalto es ya normal en Madrid, Londres o Berlín.
Y a pesar del miedo e incomodidad que los yihadistas han traído a Occidente, nada puede compararse al terror permanente en el que han sumido al mundo islámico, su peor víctima.
No, Estambul no es una ciudad lejana en un país en manos de radicales donde el terrorismo se ve amparado por ciertos poderes fácticos. Los musulmanes no tienen otro concepto de la vida y la muerte, como algunos analistas se han aventurado a proclamar. Turquía es un país moderno, democrático, con fuerzas conservadoras y progresistas en colisión, antigua capital de un califato y un imperio y bajo la égida del islam, una religión que en su ortodoxia predica la paz y la tolerancia. Como dice el Corán, “no hay coacción en la religión”.
Con el ataque contra una sala donde se celebraba la entrada en 2017, son 300 los muertos en un año en una nación de 74 millones, en muchos aspectos más cercana de Europa y los sueños y ambiciones de sus ciudadanos que, por ejemplo, Rusia. Es cierto que el partido que ahora gobierna intenta perpetuarse en el poder y adolece de tics autoritarios contra los medios de comunicación y la oposición. Y a pesar de ello, es un país donde el periodismo, el arte, la disidencia, la educación y el anhelo de progreso siguen luchando por abrirse paso aun en los momentos de mayor adversidad.
Algo similar ha sucedido en la mayor nación árabe, Egipto, lanzada hace unos años a los brazos del mariscal Abdelfatá Al Sisi mientras el islamismo más radical ha acabado por erradicar una de sus mayores fuentes de ingresos, el turismo. Sólo en 2016 murieron en Egipto unas 350 personas en ataques terroristas: turistas, policías, cristianos y, sobre todo, civiles inocentes.
Egipto es una nación de 90 millones de habitantes en la que casi un 30% vive por debajo del nivel de la pobreza, que en ese país se calcula en 25 euros mensuales. Es una sociedad diversa, vibrante, con destacados disidentes, intelectuales y escritores, hombres y mujeres.
Según las diversas organizaciones no gubernamentales especializadas, en todo el mundo en 2016 murieron 21.000 personas por terrorismo islamista, si incluimos las masacres del Estado Islámico en Siria, otro parásito que logró matar a la oposición legítima a Bachar el Asad con el efecto último de reforzar al régimen de este último.
Y, aun así, de algún modo, en su ensimismamiento, Occidente ve estos ataques en Turquía, Egipto, Irak y Afganistán como la normalidad del mundo islámico, el resultado de obedecer a una religión que desconocemos y que parece amparar la violencia, según creemos recordar por haberlo leído en algún libro de historia.
Sin embargo, en ningún libro religioso del islam puede encontrarse justificación alguna de toda esa muerte y violencia. La irracionalidad del terrorismo la padecemos desde hace ya siglos, y no sólo por motivos religiosos, sino también políticos, ideológicos y nacionalistas, como sabemos bien en España.
Ese ansia de muerte y sangre no nace de credos sino de ruinas: las de estados machacados por guerras fratricidas, soviéticas o norteamericanas, en Estados a los que el colonialismo occidental impidió progresar mientras devoraba sus recursos. El contexto del que nacen no es el islam, es la pobreza, la falta de esperanzas, la carencia de ayuda, la ausencia de educación, todo ello pasto para la ignorancia.
Y sin embargo, la solución más fácil es simplemente apuntar al islam, como hacen los extremismos en auge en Europa y el equipo con el que nuevo líder del mundo libre, Donald Trump, llegará en tres semanas a la Casa Blanca. No quieren ver las razones reales del problema global, porque no entienden de matices. Al fin y al cabo esos nuevos poderes de Occidente se han construido sobre el miedo, el rechazo, los muros, las deportaciones y la negativa a cualquier concesión.