Usted y yo –aunque no siempre tengamos conciencia de ello– estamos contribuyendo con nuestros impuestos al mantenimiento de la Iglesia católica. Tanto da que seamos seguidores suyos como que no. De los Presupuestos Generales del Estado salen cada año unos 250 millones de euros que van a manos de la Conferencia Episcopal. Su única obligación, a cambio, es dar cuenta del destino final de dicha cantidad, cosa que hace sin demasiados detalles y con bastante retraso. De hecho, el último informe de actividades de la organización data de 2014.
Esos 250 millones sirven para costear la actividad pastoral de las diócesis, la Seguridad Social de todo el clero o el sueldo de los obispos. Sólo una mínima parte (el 2%) va a Cáritas. E insisto: es un dinero que sale de nuestros bolsillos, cualesquiera que sean las creencias que tengamos. Como de nuestros bolsillos salen también las subvenciones directas que reciben, por ejemplo, los colegios católicos concertados. Por no hablar de los cuantiosos ingresos que pierde el Estado por la exención del IBI de la que disfrutan los inmuebles dedicados al culto, y en teoría sólo ellos.
Los 250 millones que cada año transfiere Hacienda a la jerarquía eclesiástica proceden de la asignación tributaria, fórmula ideada con el fin de que parezca que sólo los contribuyentes católicos sostienen a su Iglesia. Basta con que éstos pongan una equis en la casilla correspondiente de la declaración de la Renta para que la Conferencia Episcopal genere el derecho a recibir el equivalente al 0,7% de su cuota íntegra. El gesto –contra lo que pueda parecer– no conlleva ningún coste específico para quien lo hace.
Eso significa que, además, los católicos tienen el privilegio de decidir el montante de un esfuerzo económico que en realidad hacemos todos. Cada año ponen la equis unos siete millones de declarantes, el 35% del total; pero nadie se libra de financiar a la Iglesia. Y lo digo una vez más: con independencia de que se sea creyente o no. Ni siquiera escapan a tan sutil obligación las personas exentas del IRPF, porque esa caja común que son los Presupuestos se nutre con los ingresos derivados de todos los impuestos, incluidos los indirectos.
Los defensores de la asignación tributaria aseguran que la Iglesia se la tiene más que merecida por la “ingente” labor social que realiza y el ahorro que ello supone para el Estado. Lo que ocultan es que esa compensación –que se refiere a su faceta educativa y solidaria– le llega, en todo caso, a través de otras partidas, cuyo importe excede con mucho los 250 millones de euros anuales. Si lo admitieran quizás entenderían mejor a quienes pensamos que las actividades estrictamente religiosas de cualquier confesión deben costearlas sus fieles. Y nadie más que sus fieles.