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1958: libros sí, curas no. Ofensiva clerical en Argentina contra la educación pública

«Libros sí, curas no»; «Los militares al cuartel, los obispos al convento y los estudiantes a la universidad»; «Frondizi traidor, te vendiste a la Iglesia»; «Viva la escuela gratuita, popular y laica, abajo la escuela oscurantista del imperialismo», eran algunas de las consignas que se voceaban en las manifestaciones o se pintaban en las paredes.

El general Eduardo Lonardi, durante el breve período en que ejerció la presidencia de la República después del golpe de Estado que derrocara a Juan Domingo Perón, dictó el decreto Nº 6.403/55, cuyo artículo 28 autorizaba a las universidades privadas a otorgar títulos profesionales habilitantes.

El ministro de Educación de Lonardi era un viejo representante del nacionalismo ultracatólico, Atilio dell’Oro Maini (1895-1974). Un personaje que ya en 1928 había alcanzado cierta notoriedad en los círculos de la derecha en su carácter de primer director de Criterio, revista semanal oficiosa de la Iglesia de marcada tendencia fascista.

Posteriormente, el 6 de febrero de 1931, el gobierno golpista del general José Félix Uriburu lo designó interventor federal en la provincia de Corrientes; y, cuando ya era muy claro su apoyo a las «potencias nacionales» del Eje, fue llamado por los coroneles del GOU (Grupo de Oficiales Unidos) que habían sido factores protagónicos del golpe del 4 de junio de 1943, para ocupar el cargo de interventor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.

Más tarde, el 8 de junio de 1956, cuando hacía nueve meses que había caído Perón, creó la Universidad Católica de Córdoba, y el 7 de marzo de 1958, la Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, entre otras instituciones privadas de educación superior. Antes de eso, durante la dictadura de Uriburu (1930-32), había sido asesor letrado de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires y secretario general de la Asociación del Trabajo, un organismo patronal cuyo objetivo básico era combatir los avances sindicales en materia de derecho laboral.

Dell’Oro Maini, «alma mater» del decreto destinado a favorecer los designios de la Iglesia en materia de educación, no era el único, sino uno de los tantos simpatizantes del nazismo que acompañaron a Lonardi.

Juan Carlos Goyeneche, por ejemplo, que al caer Perón fue designado por el nuevo gobierno como secretario de Prensa, tiempo atrás había llegado a viajar a Europa en plena contienda, en noviembre de 1942, en nombre del presidente argentino Ramón S. Castillo y de grupos influyentes del nacionalismo de Buenos Aires. Y, según el historiador Uki Goñi en su muy documentado trabajo «La Argentina cortesana de Hitler», logró en Berlín algo impensable en aquellos años para cualquier político latinoamericano de segunda línea: ser recibido por los más altos jerarcas nazis, como el jefe de las temidas SS Heinrich Himmler y el ministro de Relaciones Exteriores Joachim von Ribentrop. Y, además, tuvo oportunidad de intercambiar cartas con el propio «Führer», entrevistando también a Benito Mussolini en Roma; a Francisco Franco en Madrid; al dictador portugués Antonio de Oliveira Salazar; a Pierre Laval, el más acendrado colaboracionista de los alemanes en la Francia ocupada; y al propio papa Pío XII.

En todos los casos Goyeneche había expuesto los pensamientos de una gran parte del nacionalismo argentino, que favorecía la creación de un bloque de países hispanos y católicos que compartieran con Alemania «la lucha contra el bolcheviquismo».

Goyeneche, ya en el ’55 como funcionario de Lonardi, en los mismos días en los que había organizado la vergonzosa exposición de joyas y vestuario de Eva Perón, se entusiasmó con la idea de «jerarquizar la educación católica». Y no ocultó su apoyo al ministro de Educación.

En el equipo de Dell’Oro Maini, en aquella breve etapa de la «Libertadora», estaba Augusto Conte Mac Donell, de fuerte formación cristiana, quien, algo más de veinte años después, al sufrir la desaparición forzada de su hijo a manos de la dictadura militar y a partir de los giros dramáticos que se produjeron en su toma de conciencia, se convirtió en uno de los líderes de las organizaciones defensoras de los derechos humanos que enfrentaron al régimen genocida, al punto de ser, junto a Emilio Mignone, Boris Pasik, Carmen Lapacó y otros, uno de los fundadores en 1979 del CELS, Centro de Estudios Legales y Sociales, que hoy preside Horacio Verbitzky.

Pero, volviendo a Dell’Oro Maini, el objetivo de aquel decreto 6.403/55 era claro y tansparente: potenciar a los institutos educativos de la Iglesia que, hasta ese momento, no contaban con el mismo prestigio que los establecimientos del Estado.

Sin embargo, ni en los días del hipercatólico Lonardi (del 23 de setiembre de 1955 al 13 de noviembre del mismo año), ni en los del hiperliberal gorila Pedro Eugenio Aramburu (del 13 de noviembre de 1955 al 1º de mayo de 1958), fue reglamentado. La intención, al parecer, fue dejar el espinoso paquete en manos del gobierno que debía surgir de las elecciones del 23-2-58.

Tres años después del decreto redactado por Dell’Oro Maini, cuando en agosto de 1958 Arturo Frondizi ya hacía tres meses que había asumido el gobierno, comenzaron a circular versiones acerca de la próxima reglamentación del artículo 28.

Fue justo en ese momento que sonó la voz de alarma a través de una nota de Gustavo Soler, un militante del Movimiento Universitario Reformista de Derecho (MUR), publicada en la columna estudiantil del semanario Propósitos que dirigía Leónidas Barletta. En aquel año clave de 1958 actuaban en el MUR jóvenes que después llegarían a descollar en distintas áreas, como Alberto Ciria (que en 1964 publicara «Partidos y poder en la Argentina moderna», un clásico de la literatura política); Roberto Quieto (posteriormente, dirigente de la organización Montoneros, asesinado por la dictadura en 1976); Néstor Martins (considerado por muchos como el primer abogado detenido-desaparecido, ya que fue secuestrado por fuerzas represivas en Plaza Lorea a plena luz del día el 16 de diciembre de 1970, durante el gobierno de facto del general Levingston); Mario Kestelboim (que en 1973, al asumir la presidencia de la Nación el doctor Héctor J. Cámpora, alcanzaría el cargo de decano de la Facultad de Derecho, consolidando sus estrechos vínculos con el peronismo de izquierda de la llamada «Tendencia»).

Rápidamente el tema del artículo 28 ganó a profesores y estudiantes que venían olfateando la acción solapada de la Iglesia para imponer sus criterios en la enseñanza.

Para conocer los hechos de primera fuente, el titular del Centro de Derecho, Jorge Sáenz, entrevistó a la Comisión de Enseñanza de la Cámara de Diputados, cuyos integrantes manifestaron ignorar que se intentase la reglamentación, y mucho menos de modo sorpresivo.

En esos mismos días, mientras un grupo de dirigentes estudiantiles almorzaba en un restaurante, advirtió la presencia del vicepresidente de la Nación, Alejandro Gómez, en una mesa próxima. Estaba también allí el presidente de la FUBA, Federación Universitaria de Buenos Aires, Carlos Barbé, quien aprovechó la oportunidad para consultarlo sobre el malhadado artículo 28.

Gómez, que era un hombre de formación laicista y reformista (también, quizás, algo puro e ingenuo, hasta el punto que no pudo aguantar demasiado el maquiavelismo de Frondizi y se vio obligado a renunciar a la vicepresidencia muy poco tiempo después), replicó al dirigente estudiantil que nada se haría sin consultar y que los principios de la Reforma Universitaria de 1918 prevalecerían, «aunque a veces el gobierno tuviese que dar un paso atrás para luego avanzar dos, tal como el propio Lenin debió hacerlo alguna vez»…

Lo que aún no había trascendido es que el presidente Frondizi, poco antes de asumir el gobierno, al tomar la decisión política de aceptar todas las exigencias de la Iglesia, ya había designado una comisión para proyectar la implantación de las universidades privadas. La formaban, entre otros, conocidos intelectuales y científicos católicos, como el padre Ismael Quiles Sánchez (filósofo y teólogo; futuro rector de la Universidad de El Salvador; autor, entre otros, del libro «Qué es el catolicismo»); Raúl Matera (un médico que siempre estuvo vinculado al peronismo de derecha, pujando para impedir el vuelco de las masas peronistas hacia la izquierda revolucionaria) y Aristóbulo Aráoz de Lamadrid (abogado frondicista que fuera designado entonces para integrar la Corte Suprema de Justicia).

La comisión se expidió el 11 de junio. Esto se supo extraoficialmente y la comunidad educativa comenzó a preocuparse.

El 27 de agosto, los siete rectores de las siete universidades nacionales -Risieri Frondizi (Buenos Aires), Oberdan Caletti (Nordeste), Roberto Arata (Instituto Tecnológico del Sur), Pascual Colavitta (Cuyo), Pedro León (Córdoba), José Peco (La Plata) y José Gollán (Santa Fe)-, sugirieron al Ejecutivo que no reglase el «espinoso» artículo, para «no alterar la vida institucional y académica», en vías de normalización.

Frondizi, con la sinuosidad que lo caracterizaba, replicó que tenía a estudio «los medios jurídicos que hagan efectivo el precepto constitucional que asegurara el derecho de enseñar y aprender», como si ese precepto hubiera estado conculcado hasta 1958.

Los rectores, ante tal hipocresía, abandonaron entonces todo lenguaje diplomático y, sin pelos en la lengua, contestaron que resistirían «cualquier empresa destinada a sustraerles el otorgamiento de títulos habilitantes».

En fin, cuando el 1º de setiembre Frondizi recibió calurosamente a la comisión organizadora de las Jornadas Pedagógicas de la revista Estudio, que encabezaba el padre Quiles, que en ese momento ejercía las funciones de vicerrector de los Institutos Universitarios de El Salvador, todos pudieron advertir que, una vez más, se había producido el fenómeno de un presidente que, en la campaña electoral había prometido una cosa y, durante «la realidad del poder», salía concretando una política absolutamente antagónica. Circunstancia que, en una u otra forma, se reiteró varias veces a lo largo de las últimas seis décadas de historia argentina con otros mandatarios.

El propio Frondizi, en 1937, al fundarse la Liga Argentina por los Derechos del Hombre, había sido designado su primer secretario; y en 1954 publicó el libro Petróleo y política, que fue considerado de izquierda. Pero nadie se hubiera atrevido a sospechar entonces que, años después, en su carácter de presidente de la República, llegaría algún día a ordenar la clausura de la Liga por «actividades comunistas».

Ese mismo 1º de setiembre de 1958, los «laicos» -que así se denominaban quienes estaban en contra de la enseñanza religiosa y las universidades privadas-, organizaron un primer acto en la vieja Facultad de Filosofía y Letras de la calle Viamonte entre San Martín y Reconquista, donde hablaron Abel Alexis Latendorf (el fogoso líder de las juventudes socialistas que, semanas antes, había contribuído a dividir el viejo Partido Socialista para sacarse de encima el lastre de la derechosa socialdemocracia ghioldista), Eliseo Verón (que entonces era estudiante y luego se convertiría en un famoso semiólogo, sociólogo y antropólogo, entre cuyas obras se destaca «Perón o muerte: los fundamentos discursivos del fenómeno peronista», escrito en colaboración con Silvia Sigal) e Ismael Viñas (que tiempo después fundara el Movimiento de Liberación Nacional, más conocido como Malena).

Los estudiantes, mientras tanto, ganaron la calle.

«Libros sí, curas no»; «Los militares al cuartel, los obispos al convento y los estudiantes a la universidad»; «Frondizi traidor, te vendiste a la Iglesia»; «Viva la escuela gratuita, popular y laica, abajo la escuela oscurantista del imperialismo», eran algunas de las consignas que se voceaban en las manifestaciones o se pintaban en las paredes.

En un último esfuerzo conciliador, la FUBA (a través de una delegación integrada por los estudiantes Barbé, Gadano y Slemenson) consiguió entrevistar al presidente Frondizi.

En la reunión estuvo presente Rogelio Frigerio (1914-2006), cerebro gris e ideólogo del frondicismo y homónimo de su nieto, el actual ministro del Interior, Obras Públicas y Vivienda del gobierno de Macri. El desacuerdo fue total y, según el diario La Nación, se resolvió en «ásperos diálogos».

Las posiciones se agudizaron y el gobierno decidió reprimir. La policía dispersó con golpes y gases lacrimógenos una manifestación en Lavalle y Suipacha, y el Presidente, desde entonces, solo recibió a partidarios de la privatización, como, por ejemplo, los dirigentes del Partido Conservador Popular, encabezados por Vicente Solano Lima, quienes lo felicitaron por la «política educativa».

Descartados los despachos gubernamentales, los laicistas recurrieron al Congreso y a la movilización popular.

FUBA organizó otro acto, el 4 de setiembre, en Ciencias Exactas, que entonces estaba en la Manzana de las Luces, en Perú y Alsina. Hablaron Edgardo Slemenson, Alberto Caletti y el rector Risieri Frondizi (hermano del Presidente), cuya enérgica condena a la privatización de la enseñanza causó sensación. Desde allí, rodeado por varios miles de manifestantes, partió hacia el Congreso, donde mantuvo una entrevista con los diputados oficialistas Monjardín, Zanni, Uzal, Becerra y otros.

Buena parte de los medios criticaron esta posición de Risieri, quien replicó:

«Deseo que se reconozca el derecho del rector a opinar como ciudadano y a expresar libremente, aun con pasión, las ideas que sustente. Si tuviera que renunciar a ese derecho preferiría renunciar a la investidura de rector, porque, por encima de la investidura, está la persona humana y el ciudadano que desea hacer uso de una libertad esencial».

El 11 de setiembre, la Asamblea Universitaria ratificó su confianza al rector, por 58 votos a favor, 14 en contra y 2 abstenciones.

Y, simultáneamente, se producía un primer encontronazo en Diputados. Un representante de Córdoba, Hernández Ramírez, disidente de la Unión Cívica Radical del Pueblo (el partido de Ricardo Balbín), defendió la «libertad de enseñanza». Sus correligionarios lo increparon duramente y, en la pasión de la controversia, el diputado Manuel Belnicoff llegó a decirle que «estaba adherido a su banca como un molusco».

Por su parte, el jefe de policía, capitán de navío Ezequiel Niceto Vega —otro de los tantos fascistas que tuvo oportunidad de presidir esta institución perversa del sistema y, sobre todo un hombre muy ducho en reprimir al pueblo en la calle—, comandó la violencia contra las demostraciones estudiantiles.

Pero la furia policial no hizo mella en el ánimo de los jóvenes y, rápidamente, también salieron a confrontar con el régimen los secundarios. Primero fueron los del Moreno y Mariano Acosta y luego siguieron los demás.

El 6 de setiembre, el ministro de Educación, Luis Mac Kay. formuló advertencias en nombre del Presidente contra la «acción agresiva» del estudiantado y la Universidad. Y pocas horas después, el subsecretario Antonio Salonia —el mismo Salonia que años después, durante el gobierno de Menem, reaparecería como titular de la cartera educativa— amenazó con «sanciones».

Horacio Domingorena, el diputado del partido del gobierno (la UCRI, Unión Cívica Radical Intrasnsigente) que presentó el proyecto de reglamentación del artículo 28, era requerido permanentemente por el periodismo gráfico, radial y televisivo. Las autoridades ejercían un riguroso control sobre los medios y la campaña de manipulación era constante y machacona. Sin embargo, la opinión pública se volcó mayoritariamente a favor de los laicos.

El sector clerical, para confundir, se autodenominó «libre» —y su slogan era a favor de la «libertad de enseñanza»—, pero todas las paredes del país respondían con aquella verdad que resultaba difícil decir en los medios: «No a la educación privada y religiosa».

La Iglesia, ante la tormenta que su ofensiva había suscitado, resolvió también ella «ganar la calle».

Y el lunes 15 centenares de micros de los colegios privados se allegaron hasta la Plaza del Congreso para traer a sus alumnos. Contaron, además, con la benevolencia oficial y el gobierno otorgó pasajes sin cargo para viajar desde el interior. Incluso se utilizaron algunos edificios públicos como alojamiento y en la mayoría de los colegios religiosos la asistencia al acto fue obligatoria. Así pudieron reunir unas 60.000 personas; y la derecha, a través de los medios, se entusiasmó. Y hasta se atrevió a pronosticar que «nunca los rojos podrían superar semejante cifra».

La concentración de los «libres», en su mayoría estudiantes uniformados, escuchó la palabra de Alberto Mazza por el alumnado; Juan Caruzzo, por los obreros cristianos; María Moretti Canedo de Briglia, por las madres; y el doctor Ricardo Zorraquín Becú (docente de la Universidad Católica Argentina), que condenó a los «admiradores de Moscú».

El pequeño Partido Cívico Independiente, que había sido fundado en los albores de la llamada «Revolución Libertadora», adhirió con júbilo, mientras su jefe, el ultraliberal capitán-íngeniero Alvaro Alsogaray, se expresaba «contra el monopolio totalitario de la enseñanza».

El acto clerical culminó con un desplazamiento hacia la Casa Rosada, en cuyos balcones apareció el presidente Frondizi acompañado por el ministro del Interior Alfredo Roque Vítolo, el gobernador tucumano Celestino Gelsi y otros personajes.

Finalmente, ingresaron al recinto gubernativo monseñor Antonio J. Plaza (el mismo jerarca que, veinte años después, jugaría un papel a favor de la dictadura genocida, llegando inclusive a justificar explícitamente la aplicación de la tortura a los «guerrilleros subversivos y apátridas»), el doctor Mariano Castex (ex rector de la Universidad de Buenos Aires durante el gobierno dictatorial del general Uriburu) y el doctor Faustino José Fernando Legón (primer decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica Argentina). Los tres, que elogiaron la política gubernamental en materia educativa y los esfuerzos para que los estudiantes se «reencuentren con Dios», fueron cordialmente escuchados por Frondizi y Frigerio.

Aparte de la rotura de algún vidrio, la manifestación «libre» fue muy ordenada, coreando ciertos slogans que también se anotaron en los muros porteños: «Laica es Laika» (en alusión a Laika, la perrita que un año antes fuera lanzada al espacio dentro de un Sputnik soviético); «Laica…gó»; «Risieri a Moscú» y otros.

El hermano del Presidente —rector de la Universidad—, se había convertido en el objeto principal de los insultos de los partidarios de la «libre», por su militancia opositora a la reglamentación del artículo 28, en tanto que el semanario frigerista Qué refirió:

«El coronel Manuel Reimundes, católico fervoroso, ofreció colchonetas para facilitar el alojamiento de los delegados del interior…».

Por su parte, el inefable Jacobo Timerman, que entonces era un escriba al servicio de Frondizi (todavía faltaban cuatro años para que fundara la revista Primera Plana, y trece para que viera la luz el primer número del diario La Opinión), exageró, desde su columna «Página Cero» en el matutino El Nacional, señalando que «cien mil personas habían rubricado y apoyado con su presencia, por primera vez, un acto concreto político del presidente Frondizi».

Como remate de esta demostración de la derecha, al día siguiente, en la Cámara de Diputados, se llevó a cabo una mesa redonda en la que solo participaron personajes ligados a la posición oficial sobre este tema: los sacerdotes Quiles y Derisi; Gastón Bordelois (ex subsecretario de Agricultura y Ganadería durante el gobierno de Lonardi), Atilio Dell’Oro Maini (ex ministro de Educación e impulsor de la gran ofensiva eclesiástica); y el decano de la facultad de Derecho de la Universidad Católica de Córdoba, Agustín Díaz Bialet.

En esos días, y para salirle al cruce a las movilizaciones que habían ganadio la calle bajo el impulso de estudiantes y profesores que propugnaban la educación popular y laica, surgió en 1958 un grupo de choque llamado Movimiento Nacionalista Tacuara. Su líder visible era un estudiante de colegios católicos ligado a la aristocracia porteña del siglo XIX llamado Alberto Ezcurra Medrano. También comandaba el grupo Joe Baxter. Ambos tenían veinte años.

Fuertemente apoyados por sectores de los «servicios» y la Iglesia, sus militantes, en esa primera etapa, fueron reclutados en los establecimientos confesionales. Su ideología era de ultraderecha, judeofóbica y falangista. El objetivo: «impedir el avance de los rojos».

No resulta fácil establecer qué día surgió exactamente, pero es indudable que se consolidó en el mes de setiembre de aquel año ’58 durante los enfrentamientos directos entre clericales y laicistas.

Cuando el debate sobre la educación desapareció del orden del día, Tacuara se puso como meta prioritaria «cerrarle el paso a la cubanización del peronismo», para lo cual llegó a concurrir a algunos actos peronistas haciendo el saludo fascista del brazo extendido hacia adelante.

Sus víctimas eran por lo general jóvenes militantes de izquierda de origen judío, como el caso de Raúl Alterman, integrante de la Comisión de Solidaridad con la Revolución Cubana, al que asesinaron en su casa de la calle Azcuénaga y San Luis en febrero de 1964. Otro hecho resonante fue el secuestro y tortura en junio de 1962 de Graciela Sirota, estudiante de medicia, también de origen judío, y activista entonces de la Federación Juvenill Comunista, a la que le grabaron una cruz svástica en el pecho.

En 1962 Baxter se separó de Ezcurra, agregándole a la denominación del nuevo movimiento la palabra «revolucionario». Con eso solo bastó para que algunos sectores originados en la «izquierda» miraran con simpatía al Movimiento Nacionalista Revolucionario Tacuara de Baxter, sobre todo desde que el ex amigo de Ezcurra había decidido viajar a Vietnam del Norte.

Los fascistas que pretenden mimetizarse en el campo popular, incluso en algunas organizaciones sociales, no son solo una novedad de hoy.

Ezcurra terminó ordenado como sacerdote (reapareció junto a Menem en el cementerio de La Recoleta bendiciendo los restos repatriados de Juan Manuel de Rosas). Baxter se mató en un accidente de aviación en París. Y, por indicación de Onganía, Tacuara se llamó a silencio en 1966, apenas después del golpe que derrocara a Illia, cuando la dictadura militar de entonces necesitaba mostrar ante el imperio una imagen «ordenada».

Luis Mattini, el sucesor de Mario Roberto Santucho al frente del ERP, en su libro Hombres y mujeres del PRT —un libro que en 1990 suscitara grandes controversias entre los revolucionarios que sobrevivieron a las masacres de los años setenta—, criticó los coqueteos que tuvo el ERP con Baxter, al que calificó de «aventurero».

Pero volvamos a 1958. Apenas concluyó la demostración clerical, toda la comunidad educativa ligada a la enseñanza pública se movilizó para dar su consabida contestación.

Miles de jóvenes se lanzaron a las calles para llamar al acto-respuesta, que fue convocado para el viernes 19, es decir apenas cuatro días después de la concentración de los «libres».

Los carteles y leyendas anteriores fueron poco a poco cubiertos y ocultados por los que, espontáneamente, habían preparado los estudiantes de las escuelas secundarias públicas.

Las «pintadas», a tiza y carbón —aún no se había difundido el aerosol de los años posteriores—, eran concretadas por una multitud de jóvenes que, a pesar de la creciente represión, no dejaron espacio mural sin consigna.

En cuanto a la pegatina de los carteles resultó muy clara la diferencia con la campaña de los clericales: no la efectuaron pegadores profesionales, sino igualmente estudiantes de colegios secundarios especialmente, y con gran participación de las nujeres, circunstancia que en aquella época aún no era muy común, al menos en la magnitud actual.

Por otra parte, ya desde el mismo martes, chicos de 12 a 18 años se movilizaron de a miles para solicitar la contribución pública mediante alcancías hechas con cajas de cartón rodeadas de papel violeta, el signo de la Reforma Universitaria. Además, la mayoría de los volantes que se repartían a los transeúntes estaban impresos a mimeógrafo o escritos simplemente a mano con trazos gruesos.

La palabra clave, ahora, pasó a ser «laica» que, masivamente, obtuvo su golpe publicitario al ser ostentada en un enorme cartel que pendió durante casi una hora de una de las ventanas que se encuentran en los altos del Obelisco.

El día de la concentración, la Plaza del Congreso se cubrió de gente. El acto debía iniciarse a las 19, pero ya muchas horas antes «no cabía un alfiler».

A pesar del énfasis que pusieron los voceros del sistema, no pudieron descubrir que los asistentes llegaran en «ómnibus especiales» ni en los habituales vehículos de los colegios. El enorme caudal humano que se congregó frente al recinto parlamentario había llegado por sus propios medios.

Lo grupos estudiantiles observaron cualquier cosa menos lo que fuera parecido a disciplina u orden, probando con su fervor y su alegría que no habían sido invitados por sus profesores o directores ni arrastrados, como había ocurrido en el caso de los establecimientos confesionales.

Un estribillo lo patentizó: «No venimos por decreto, ni nos pagan el boleto». Y otro, menos respetuoso, estableció: «Vea, vea, vea; vea qué locura/ a nuestro presidente, que se disfrazó de cura».

La policía, normalmente parca en sus cálculos (las matemáticas nunca fueron su fuerte, sobre todo en materia de actos populares), estimó la concurrencia en 180.000 personas.

La mayoría de los diarios, sin embargo, no pudiendo ocultar su asombro y sorpresa, apreciaron la cifra en alrededor de 250.000. El diario del Partido Comunista, La Hora, señaló que hubo «medio millón», en tanto que Timerman («siempre aprovechando que sus inteligentes lectores son escasos», como ironizaría algunos días más tarde el semanario Marcha de Montevideo a través del recordado Gregorio Selser) dijo que un «cálculo sensato» daría «entre 100 y 120 mil concurrentes».

Otro escriba frondicista, Marcos Merchensky, director de El Nacional y algo más pragmático que Timerman, reconoció que la segunda concentración había superado con exceso a la primera y especificó un dato de interés mucho mayor:

«La manifestación tuvo un alto promedio juvenil. Nuestro departamento de encuestas calculó que el ocho por ciento de la concurrencia no pasaba de los 25 años».

Uno de los carteles más extensos y llamativos, saludado efusivamente por su ingenio, decía: «¿Por qué el alto clero no pide libertad de enseñanza en la España de Franco?».

El conductor del acto leyó centenares de adhesiones. Se habían solidarizado todos los partidos políticos, del centro hacia la izquierda y varias universidades del exterior.

Pero lo que más entusiasmo suscitó en la concurrencia fue la sorpresiva adhesión de alrededor de medio centenar de sindicatos.

«Obreros y estudiantes, unidos como antes», fue entonces el grito que rubricaba la posibilidad de romper un desencuentro que, durante el peronismo en el gobierno, se había tornado sumamente dramático.

Entre los sindicatos que manifestaron su adhesión figuraron, entre otros: Unión Ferroviaria, Asociación Bancaria, Telefónicos, Madereros, Gastronómicos, Portuarios, Construcciones Navales, Taxistas, Imprenta, Frigoríficos, Transportes Automotor, Seguros, Industria Lechera, Luz y Fuerza, Agua y Energía y las CGT de Córdoba y La Plata.

Entre las consignas más escuchadas figuraron:

«Mac Kay, Frigerio/canino del monasterio»; «A la lata, al latero/que manden a los curas a los pozos petroleros»; «Risieri sí, Arturo no» y, sobre todo dos, que a algunos exégetas de hoy pueden erizarles la piel por sus controvertidas connotaciones, pero que eran parte de la realidad de aquellos días: «Arturo, coraje/a los curas dales el raje» y «La escuela de Sarmiento/los curas al convento».

Además se quemó la efigie del Presidente vestido con sotana y una gran imagen del Tío Sam.

A la hora de los discursos, frecuentemente interrumpidos por la bullanguería juvenil, hablaron José Luis Romero, Ismael Viñas (por los profesores y egresados, respectivamente) y los presidentes de FUBA y FUA, Carlos Barbé y Omar Patty.

La manifestación, que tomó por Avenida de Mayo, Diagonal Norte, Corrientes, hasta su desconcentración en Callao, resultó impresionante.

Al pasar por la Casa de Gobierno, rodeada por centenares de policías, buena parte de la columna, haciendo gestos hacia los rosados murallones, entonó con picardía una canción del actor cómico Pepe Iglesias que entonces estaba de moda: «Salí al balcón, salí al balcón, mi querida mariposa».

La cabeza de la manifestación pretendió pasar por la Catedral en silencio y, ante cualquier amago de irrespetuosidad, se hacían ademanes para acallar a los más iracundos. Pero no resultó así con el resto de la columna que venía detrás: una sonora rechifla rubricó su paso por ese lugar, abundando los gritos hostiles hacia el «clero oscurantista».

(Deberían pasar muchos años todavía para que resultase evidente la complicidad de la jerarquía católica con el genocidio y se impusiera la consigna que hoy ya resulta insoslayable para más de una movilización: «Iglesia, basura/vos sos la dictadura»).

Otra silbatina estruendosa fue propinada al diario La Prensa, que estaba ubicado en el mismo edificio donde hoy se encuentra el Ministerio de Cultura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en la Avenida de Mayo entre Bolívar y Perú. El matutino de los Paz, en 1958, era considerado por la Curia Eclesiástica y los elementos ultracatólicos como el vocero de la masonería y el liberalismno ateo. No obstante, durante las dos horas de fluir de los manifestantes de Plaza del Congreso a Plaza de Mayo, la rechifla y las demostraciones adversas no tuvieron solución de continuidad. El alma de la multitud juvenil puso en este caso un acento de intuitiva convicción política: La Prensa era, para esa alma, su enemigo.

A diferencia de la concentración del lunes 15, Frondizi no se hizo presente en todo el día en la Casa Rosada. El ministro del Interior, Alfredo Roque Vítolo, había dado en cambio instrucciones para que se permitiese la entrada a cualquier delegación estudiantil que deseara entregar notas o petitorios, y él mismo estaba preparado para recibirla personalmente.

No tuvo ocasión para manifestar tan buena voluntad. La Federación Universitaria Argentina rehuyó el aval oficial a su demostración pública, no gestionó más entrevistas ni presentó nota alguna. Le bastó probar a Frondizi —luego de que el Presidente fuera informado por la SIDE que el desfile de la FUA triplicaba, por lo menos, al de la Curia—, cuán impopular entre los estudiantes resultaría la reglamentación del artículo 28.

Las voces de la educación pública no se acallaron, sin embargo, con el gigantesco acto del 19 de setiembre. En los días sucesivos se acrecentaron las demostraciones y Frondizi mandó a reprimir con más violencia que los días anteriores.

La propia Plaza del Congreso y sus adyacencias fueron escenario de los palos y gases repartidos por la policía. Los estudiantes sin embargo no se arredraron por la provocación. Una y otra vez se reagruparon y, en varias ocasiones, hasta llegaron a enfrentar los carros de asalto.

Un cronista del diario La Nación, José Blanco Amor, no ocultó su asombro por la decisión juvenil y lo reflejó en una de sus notas.

También en el interior las movilizaciones fueron multitudinarias.El 3 de octubre, en Córdoba, habló el dirigente reformista Enrique Barros, quien, en su discurso, entroncó el problema de la privatización de la enseñanza con la lucha contra el imperialismo.

En Tucumán, una ola de protesta juvenil fue reprimida furiosamente por la policía. El estudiante José Pons Cifre recibió un disparo de bala de plomo en una pierna que debió ser amputada. Y en Rosario, el 7 de octubre, la represión armada fue tan violenta que, poco después, el mismo gobierno apercibió al subjefe de policía y ordenó cuatro cesantías en la repartición,

Pero estas últimas medidas, destinadas más bien a neutralizar la indignación popular, no lograron ocultar la decisión política del gobierno de Frondizi de reprimir las movilizaciones estudiantiles hasta las últimas consecuencias, al punto que el propio subsecretario de Educación, Antonio Salonia, viajó expresamente a Córdoba el 27 de octubre para «poner orden» en varios colegios de la capital provincial, Cosquín y Dean Funes.

El 31 de octubre, la FUBA rindió cuentas del resultado de la campaña, mediante una concentración donde hablaron los estudiantes Reisin, Suaya y Barbé, emitiendo posteriormente un comunicado acusatorio contra los senadores. «Con su bochornosa actitud —denunciaba—, han hecho vacilar la fe de una generación en las instituciones republicanas».

Los cautelosos comunicados que hoy parecen sonar a tibio voluntarismo progresista y las irrefrenables movilizaciones estudiantiles que llegaron a desbordar el tono diplomático de los dirigentes, no lograron, empero, doblegar la decisión política de los principales factores de poder de institucionalizar las universidades privadas.

Entre gallos y medianoche, en febrero del ’59, aprovechando el receso estival y la incapacidad de convocatoria durante las vacaciones, quedó reglamentado el famoso decreto reaccionario.

Decreto que, ante la fácil claudicación de la mayoría de los legisladores de ambas cámaras, se convirtió en la ley Nº 14.557, también conocida como Ley Domingorena, por el legislador entrerriano del oficialismo que presionó a sus pares para promoverla, jugando el papel de perrito faldero del gobierno para imponer una legislación clave que puede ser considerada el punto de partida contemporáneo de la gran ofensiva del régimen para desjerarquizar la educación pública. El artículo Nª 1 de esa ley impuesta a sangre y fuego, decía textualmente y entre otras cosas: «La iniciativa privada podrá crear universidades con capacidad para expedir títulos y diplomas académicos».

Risieri protestó, algunos estudiantes salieron a la calle en medio de la canícula estival, pero ya no era lo mismo, Otros problemas, igualmente trascendentes, pasaron al primer plano de la inquietud pública, desplazando el tema educativo de las prioridades del momento. Como la represión a los trabajadores del Frigorífico Lisandro de la Torre de Mataderos, la puesta en marcha del Plan Conintes que encarceló a miles de trabajadores, la entrega del petróleo, el crecimiento de la recesión, la devaluación del salario, los despidos, la desocupación y, sobre todo, el abandono de la retórica del desarrollo industrial para intentar una industrialización dependiente del capital extranjero y del imperialismo.

Desde entonces corrió mucha agua bajo los puentes de la historia. Casi seis décadas después continúa la persistente política del sistema de desmantelar la escuela pública, pero también continúa la resistencia y la lucha desigual de docentes y estudiantes para impedirlo.

La memoria colectiva recuerda muy bien aquellas movilizaciones del ’58. Entre las expresiones del campo de la cultura que engendró aquella gesta se encuentra la excelente novela de David Viñas Dar la cara, publicada apenas algunos meses después de los hechos.

Sobre la base de ese libro, José Martínez Suárez, considerado entonces un director de izquierda, a pesar de ser hermano de Mirtha Legrand, filmó en 1961 una película que fue titulada igual que la novela.

Estaba protagonizada, entre otros, por Luis Medina Castro, Leonardo Favio y Lautaro Murúa. Y la censura hizo lo imposible para impedir su exhibición. Especialmente algunas escenas fueron consideradas «subversivas», como, por ejemplo, aquella que representaba una asamblea estudiantil realizada debajo de un enorme cartel que decía «abajo el imperialismo». Y otra, en los últimos segundos antes de encenderse las luces, donde aparecía un canillita gritando «extra, extra, con el triunfo de Fidel Castro en Sierra Maestra».

Al final se proyectó con algunos cortes. Hoy, en algunos videoclubes, se puede conseguir aquella película que parece olvidada. Película con no pocos altibajos, es cierto, pero que actualmente permite visualizar con la magia del movimiento cinematográfico algunos aspectos de aquellas inolvidables luchas de la juventud estudiantil.

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