Desgraciadamente, la encíclica del papa Francisco, Laudato si, versa sobre Ecología y no sobre las inmatriculaciones que de unos años acá la tropa episcopal de España está llevando a cabo con cualquier edificio que huela a cirio bendito.
He leído parte de su discurso y no me ha defraudado. Lo esperaba. Primero, en su imaginario teologal la madre naturaleza es conceptuada como Creación divina aunque esté hecha un cromo de postguerra. Segundo, porque toda Ecología teológica que no busque en última instancia instaurar la obra de Dios en el mundo es una ecología rampante y demediada. Solo quienes creen pueden llevar adelante una Ecología digna de tal nombre. Un agnóstico y un ateo deberían abstenerse en ser buenos ecologistas. Para serlo, hay que mirar la naturaleza bajo la consideración genesíaca de obra de Dios y desde la fe.
Digámoslo claramente. Es imposible que un papa, hable de lo que hable, no termine invocando el nombre de Dios para justificar que solo los buenos creyentes pueden hacer bien las cosas. Es un discurso manido y estereotipado que la Iglesia solo ha variado cuando ha podido sacar tajada económica.
Reflexionando en las causas por las que el papa Bergoglio no ha dedicado sus cogitaciones a las inmatriculaciones de iglesias, seos, conventos, patios, basílicas, ermitas, cuadras, casas, edificios de toda índole y condición, considero que tal dejación no puede deberse a ignorancia. Las inmatriculaciones en España han alcanzado tanta fama nefasta como los casos de pederastia eclesial. Bergoglio tiene que tener noticia sobrada de tales registros de propiedad “fraudulentos” que han perpetrado con premeditación y alevosía teológicas sus conmilitones obispos, sean Elías Yanes en Zaragoza como los efectuados por el arzobispo Osorio. Y, si el papa no ha dicho nada, será porque está a favor de ellas o porque no las encuentra en contradicción con la legalidad vigente. Si el papa estuviese en contra de esta política de expolio de edificios e inmuebles, seguro que habría manifestado su opinión. ¿O, no?
No negaré que actualmente el mundo como continente está hecho un zorro siberiano y que todas las alarmas que suenen para condenar dicho estado calamitoso serán bien recibidas por nuestro oído medio. Pero, hablar de Ecología en términos generales, por supuesto que condenando urbi et orbi a quienes desvían y tuercen el equilibrio de la obra de Dios en “la hermana tierra”, es muy fácil hacerlo. Condenar las grandes compañías que están destrozando poblaciones de indígenas, bosques, mares y multitud de especies animales, pero sin decir quiénes son estos criminales, sus nombres y apellidos –y nadie negará que el papa con un asesor como el Espíritu Santo tiene que conocerlos- es como hablar a la inmensidad del mar y del firmamento: pura logomaquia.
No lo es, en cambio, hablar de inmatriculaciones. ¿Por qué el papa Francisco no les ha dedicado públicamente ni una pastoral? Convengamos en que, cuando se le nombró papa, el río de las inmatriculaciones venía circulando caudaloso desde 1988. Sin embargo, es lógico considerar que ha tenido el tiempo suficiente como para dedicarle una cabezada al asunto y contemplarlo a la luz de su tan querido Evangelio.
Entiende uno que debe ser muy complicado, cuando no imposible, justificar, tanto teórica como prácticamente, que dicha acumulación de bienes y de inmuebles goce del visto bueno del Altísimo y de los textos del Vaticano II. Más bien, se llega a la conclusión de que son lisa y llanamente prácticas intrínsecamente antievangélicas y, por tanto, robos manifiestos, pero, ¡cómo no!, encubiertos por una legalidad puesta a güevo del registrador.
La Iglesia está actuando como esa casta corrupta que apela a la legalidad para negar sus depravaciones aun cuando éticamente sepan que son casos de manifiesta inmoralidad. La Iglesia se acoge a una legalidad que le sirvió Aznar con una reforma de la Ley Hipotecaria y que anuló o levantó el veto expreso que el franquismo había impuesto en 1946 al registro de “los templos destinados al culto católico” por la vía de la inmatriculación. La norma franquista dejaba vía libre para registrar la posesión de campos y casas, entre otros inmuebles, pero excluía dichos templos.
Del mismo modo que ciertos corruptos se aferran a la legalidad para justificar su conducta inmoral, la iglesia hace lo propio en el caso de las inmatriculaciones. Y, si a los corruptos se les ha dicho que una legalidad que avala su enriquecimiento exprés no es buena ley, a la iglesia habrá que decirle que, no solo utiliza una ley de dudoso fundamento jurídico, sino que, además, se carga su propia doctrina social y, mucho peor aún, la doctrina de su santo evangelio. ¿Piensa el ilustre Bergoglio que la anti doctrina que aparece en los evangelios sobre la pobreza y la riqueza, el acaparamiento de bienes y el préstamo con interés, justifica el comportamiento capitalista de sus fámulos en las distintas diócesis de España donde se han llevado inmatriculaciones sine die?
Puede que dichas inmatriculaciones sean legales, ¿pero lo son a la luz de su evangelio al que apelan cuando les interesa?
Hace unos días, el papa decía a unos dirigentes de la FAO que faltaba voluntad en los Estados y en otros niveles institucionales para terminar con el hambre en el mundo. Pero no farfulló una sola sílaba de autocrítica respecto al afán desmesurado de la propia iglesia a la hora de acaparar edificios, amparándose en una ley que está enfrentada con el séptimo mandamiento: “no robarás”.
¿En qué se diferencia esta obsesión inmatriculadora de la Iglesia con la voracidad acumuladora del capitalismo?
Es conocida su doctrina con respecto al capitalismo y sus requiebros contra la propiedad privada. La acumulación de capital y el préstamo con interés han sido prácticas condenadas una y otra vez por su verbo medieval y moderno. La Iglesia ha rechazado, junto con las ideologías que denomina totalitarias y ateas, comunismo y socialismo, la práctica del capitalismo, del individualismo y la primacía absoluta de la ley de mercado sobre el trabajo humano. Catecismo actual dixit.
Tiene maldita gracia que la Iglesia siga condenando el capitalismo, pero no las inmatriculaciones. Las prácticas capitalistas no son de su agrado, pero acumular edificios en formato de iglesias –que no fueron, ni son de su propiedad-, es legal, ético y evangélico. Hacer de estos edificios públicos propiedades privadas está bien visto si lo hace la Iglesia, pero no el común de los mortales.
Si, como asegura en su Catecismo, las prácticas capitalistas hacen peligrar la salvación de las almas, los obispos inmatriculadores deberían echarse a temblar. Están ya más que condenados, a no ser que el papa se invente una bula para salvarlos del infierno, como ya hiciera a mediados del siglo XII con los prestamistas para quienes, en una jugada teológica magistral, se sacó de la manga la existencia del purgatorio. Estamos ansiosos por saber qué nombre recibirá dicho lugar de tránsito por parte de los teólogos. Seguro que no nos defraudan.