Es difícil no sentir el vértigo de lo incomprensible, de lo inhumano ante la realidad del Holocausto, los crímenes de masa, y hoy la decapitación. La decapitación es “un arma psicológica muy potente”, había dicho el asesino noruego de Utoya, lamentando no haber podido cumplir su intención de decapitar a tres personalidades del Gobierno, de las cuales una era la primera ministra Gro Harlem. En la tormenta que agita Europa, entre el yihadismo y la extrema derecha, Noruega es un ejemplo paradigmático.
Con alrededor de 100.000 dólares de ingreso por persona y año, este país, más rico que Catar gracias al petróleo recientemente descubierto, es quizás también el más democrático del mundo, es en todo caso el país con la tasa de desigualdad más baja –para no hablar de una igualdad de género real, de la calidad de la educación, de una amplia cobertura social y de prisiones centradas en una rehabilitación inteligente–. Las ciudades están limpias y son salubres, sin esos cinturones de barrios para los desfavorecidos, inmigrantes, indocumentados o sin trabajo y otros mal integrados, como se ven en la mayoría de los países europeos. Y es, sin embargo, en Noruega donde la extrema derecha se ha manifestado de manera más violenta y donde el islamismo ha echado raíces.
Este país rico ha sido mucho tiempo reticente en cuanto a la entrada de inmigrantes no europeos y ha rehusado recientemente la entrada de 125 refugiados sirios que habrían podido ser “un peso para la Seguridad Social”. Mientras que los musulmanes representan sólo un 5% de la población, están relativamente bien integrados y tienen más posibilidades de vivir mejor que en otros países europeos, el pasado agosto un jugador de fútbol de origen paquistaní declaró públicamente su apoyo incondicional al Estado Islámico, a la decapitación y la pena capital aplicados por la sharía. 150 noruegos se han unido a ellos en Siria, de los cuales algunos son adolescentes. Otros piden la instauración de un Estado Islámico a las órdenes de Daesh (la fuerza militar más dinámica de Oriente Medio y un totalitarismo semejante al nazismo), imponiendo la sharía en el Gr/Onland, un barrio de Oslo cercano al parlamento. El número de religiosos musulmanes no cesa de aumentar y el número de violaciones en nombre de la sharía está lejos de ser insignificante.
Se habría podido creer que esta rica democracia estaba al abrigo de los extremismos, pero en realidad la situación convierte a Noruega en el paradigma de lo que se halla, en mayor o menor grado, en todos los países europeos. En todas partes el crecimiento de las extremas derechas por un lado –cobijadas por las derechas a las que frecuentemente resultan útiles–, con su cortejo de nacionalismo, racismo, antisemitismo, y, por otro, la implantación real de un islamismo radical y su proselitismo, así como el avance de un yihadismo ideológico y militante, plantean un problema difícil de soslayar. Y las soluciones son difíciles de creer: por ejemplo, las cuotas de inmigrantes por país.
De los 34 países más industrializados, Alemania es el que más inmigrantes atrae, seguida por Estados Unidos, Turquía, Suecia, Italia y Francia –esta última habiendo así perdido su reputación de tierra de asilo–, con sólo un 22% de la solicitudes tomadas en cuenta, en comparación con un promedio de 45% en el resto de la Unión Europea. Decidir desde Bruselas que Francia deberá aumentar en un 14% el número de sus peticiones de asilo, es decir 2.375 refugiados, no parece serio. Ni Alemania con un 18% más, ni Italia con un 11% son una solución de los problemas reales cuando, entre otros, cuatro millones de refugiados sirios apilados en los países vecinos –Turquía, Líbano– esperan una solución de larga duración. España, cuya tasa de inmigrantes se contaba entre las más grandes del mundo, a causa del desempleo es hoy el único país de la Unión que pierde población.
«Los dos se sostienen mutuamente»
Ahora bien, si hay un recrudecimiento religioso –islamista, creacionista (en Estados Unidos), judío (Israel), católico y protestante–, hay también lo que Joseph Stiglitz llama un “fundamentalismo mercantil”, es decir la extensión desmesurada de la esfera de la mercancía a todos los aspectos de la vida social, afectiva, política, cultural y hasta espiritual. El capitalismo mundial goza de buena salud, las crisis y las guerras lejos están de afectarlo: está en plena expansión paralelamente al incremento de las desigualdades. Sólo un 10% de la población detenta hoy el 86% del capital mundial.
Para el filósofo Patrick Viveret, “los dos fundamentalismos se sostienen mutuamente, puesto que mientras el fundamentalismo mercantil destruye la sustancia de la sociedad, los puntos de referencia, las identidades se tornan el terruño del fundamentalismo de la identidad”. Luchar contra uno de esos polos e ignorar el otro no debería llevarnos a grandes resultados. “Si los fanáticos están listos para todo por su Dios, vosotros, vosotros estáis listos para todo por el dinero”, dice la poeta Joumana Haddad, una de las mujeres árabes consideradas de las más influyentes del mundo.
La economía “gobierna nuestra intimidad tanto como la vía pública y la intelectual”, escribe Régis Debray en El error de cálculo. Occidente sería por cierto más creíble si denunciara al mismo tiempo y con el mismo vocabulario el verdadero terrorismo de los poderosos grupos financieros capitalistas, la ganancia inmoral que se obtiene sobre los hombros de poblaciones tratadas como ganado por esquilar y a las que se les impone esfuerzos y restricciones a menudo inhumanos. “El dogma económico se revela como la más prodigiosa invención del genio humano para justificar el sufrimiento que una parte de la humanidad inflige a otra”, escribe el economista Serge Latouche, partidario del decrecimiento.