La persecución de los cristianos armenios dejó 300.000 víctimas a lo sumo, dice Ankara; dos millones al menos, replican los armenios. Los principales historiadores internacionales sostienen que los muertos fueron, efectivamente, entre 800.000 y millón y medio.
La herida es vieja. Ahora, centenaria. Y sigue sin cerrarse. Un 24 de abril como el de hoy pero cien años atrás tuvo lugar el Domingo Rojo, el inicio de lo que los armenios llaman el “genocidio” de su gente por parte del Imperio Otomano, la primera razia de lo que la actual Turquía no asume más que como daños colaterales de una guerra. El arresto inicial de 235 intelectuales de la comunidad armenia por parte de las autoridades del momento, acusados de «revolucionarios», se cerró con más de 600 detenciones y sus consiguientes ejecuciones sumarias. Fue la antesala de deportaciones masivas y marchas forzadas hacia Siria, hacia el desierto, con un veto explícito de no llevarse ninguna de sus posesiones, el inicio de una muerte lenta de hambre, sed e infecciones.
La persecución de los cristianos armenios dejó 300.000 víctimas a lo sumo, dice Ankara; dos millones al menos, replican los armenios. Los principales historiadores internacionales que han abordado la que se considera como primera persecución étnica sistemática del siglo XX sostienen que los muertos fueron, efectivamente, entre 800.000 y millón y medio. Y eso encaja con la palabra “genocidio”. Apenas 22 países lo reconocen como tal. El último en sumarse ha sido el Papa Francisco, que en una misa conmemorativa de este aniversario pronunció por vez primera la palabra maldita.
Las divergencias, pasado un siglo, se centran, sobre todo, en la voluntariedad de este exterminio. ¿Fue una persecución calculada para borrar a los armenios de la faz de la tierra? ¿Fue una aniquilación buscada? ¿O, por el contrario, los muertos fueron la funesta consecuencia de los coletazos locales de la Primera Guerra Mundial?
Abraham Aintab –que tomó por apellido el nombre de la aldea de la que su familia escapó de los otomanos- es uno de los principales historiadores de la comunidad armenia en Jerusalén, hasta donde escaparon centenares de perseguidos y donde siempre han tenido una red sólida, como custodios de los principales santos lugares. Su afán científico le hace explicar con cierta distancia lo ocurrido: “El telón de fondo de nuestro drama fue la Primera Gran Guerra. El Imperio Otomano se desintegraba, perdía suelo en Bulgaria o Rumanía y, además, se había alineado con los alemanes. Hubo grupos de armenios que se contagiaron del ambiente nacionalista del momento, el mismo que dio la independencia a Grecia, y pensaron en lograr un estado propio. Esos grupos, no todos los armenios, ayudaron puntualmente a Rusia y convenían a otros aliados, como Reino Unido y Francia. Esa alianza estratégica no fue bien vista por Constantinopla –la actual Estambul- e inició una campaña contra nosotros”, relata.
Aintab cree que era “hasta cierto punto normal” que se fuera contra las milicias armenias cercanas a Moscú, “la lógica de la contienda entre dos fuerzas asimétricas”, pero defiende como “inadmisible” que se cargase contra toda la población. Uno de los principales problemas para hacer el esbozo correcto de lo ocurrido entre 1915 y 1916 es que no hay documentos oficiales o, al menos, no han salido a la luz, para esclarecer lo ocurrido. Turquía no hace pública ni una línea y, al final, la versión más escuchada es la de los armenios, pero no hay lo que el historiador Michael Mann llama la “pistola humeante”, recuerda Aintab.
A esa falta de pruebas tangibles se agarra Turquía para negar la mayor. Insiste en que las muertes se produjeron como consecuencia de la mala planificación de unas deportaciones que se llevaron a cabo en un contexto de guerra abierta y, por tanto, estaba justificadas como una «necesidad militar», en palabras del Ministerio del Interior, que reconoció las primeras cifras de víctimas en 1916. Llegó a hablar de oficiales descontrolados que cometieron «excesos». Las lagunas de información real, de verdad, son importantes. Pero hay realidades tangibles: hoy, en suelo turco, sólo hay una aldea armenia, Vakifli. Todas las demás fueron arrasadas.
Aintab, la que vio nacer a los padres de Abraham (63 años), fue saqueada y parte de sus vecinos, denuncia, fueron encerrados en graneros y quemados vivos. “Desde días antes, no se tocaba ni la campana para misa, por no alertar a los retenes de soldados de los alrededores, como si ya se hubieran ido”, dice. De los 17 miembros de su clan que escaparon acabaron vivos seis. Varios fueron en tren a Alepo (Siria) y otros, directamente a la ciudad vieja de Jerusalén.
UN CALVARIO POR EL DESIERTO
Según insiste Ararat Ghukasyan, presidente de la Asociación Armenia Ararat de Mislata (Valencia), los turcos tenían “miedo” de que los países aliados usasen a los armenios, cristianos, como apoyo en la zona, algo que ya había ocurrido en Grecia o los Balcanes. Las autoridades militares de los llamados Jóvenes Turcos ordenaron no sólo el exilio de esta minoría, sino que sus soldados fueron desmovilizados y desarmados y, «con las grandes potencias preocupadas en sus problemas y no en los armenios», la gente fue muriendo en pleno desierto sin protección alguna. Se han documentado, añade, 25 campos de concentración bajo la excusa de que eran “una amenaza para la seguridad nacional”.
A las condiciones insufribles de la marcha y el confinamiento, camino de Siria, se sumaron las frecuentes oleadas de ejecuciones, con los soldados turcos persiguiendo a los exiliados y matando, sobre todo, a los varones que podían rearmar una resistencia firme. Los verdugos, a veces, eran los que supuestamente debían proteger a los armenios en su exilio. Hasta milicianos kurdos fueron empleados en su contra. «Fue un plan nacional de exterminio, una especie de solución final. Ya en esa década se habían lanzado ataques contra nuestra comunidad. Querían acabar con nosotros, crear un estado turco y musulmán», denuncia Ararat, recordando que el armenio fue el primer pueblo del mundo en abrazar el Cristianismo, en el año 301, 23 antes que la propia Roma.
Hoy hay diez millones de armenios, cerca de tres en el país así denominado y siete más en el exterior, en 150 naciones diferentes –especialmente en EEUU, Francia y Argentina-, descendientes de las víctimas de aquella masacre y de aquella fuga. Dentro de Turquía, según sus datos, viven hoy 50.000, descendientes de los escasísimos que quedaron con vida dentro.
¿QUÉ ES UN GENOCIDIO?
El reportero español Xavier Moret -autor de La memoria de Ararat. Viaje en busca de las raíces de Armenia, un libro que, junto a Heridas del viento. Crónicas armenias con manchas de jugo de granada, de la periodista y antropóloga Virginia Mendoza es las mejores novedades editoriales sobre este aniversario- escribe en su obra que el jurista polaco Raphael Lemkin, quien acuñó el término «genocidio», declaró que el primer episodio de esta naturaleza que podía encontrarse en la historia era justamente el armenio. Luego vino el de Adolf Hitler, a quien se le recuerda diciendo aquello de “¿Quién se acuerda del genocidio armenio?”, su confianza en que ese olvido fuera aplicado igualmente a su shoa contra los judíos.
Cien años después -señala Moret, que constata «la brutalidad, los fusilamientos, las violaciones y las marchas forzadas a través del desierto»-, «aunque parezca increíble sólo 22 países han reconocido el genocidio armenio». Entre ellos no está España, que oficialmente se niega a usar este término, al igual que Reino Unido, Alemania o Estados Unidos. Israel tampoco lo hace, un reconocimiento que los armenios ansían por cuanto supondría una hermandad con los judíos, la población mayoritaria en Israel y principales víctimas del fanatismo nazi.
MATICES TURCOS
La posición turca se ha ido matizando con el paso del tiempo. Ahora hay una tácita aceptación de lo ocurrido, aunque con matices tan gruesos que casi excusan lo pasado. En público, siguen hablando de “calumnia”, aunque hace un año Recep Tayyip Erdogan, el presidente turco, llegó a hablar de “dolor compartido”. Hoy mismo, en Twitter, ha dicho: «Somos conscientes de los tristes eventos por los que han pasado los armenios, compartimos su dolor». Con Ankara desde hace años llamando a las puertas de la Unión Europea y aliado en Oriente Medio, las grandes potencias prefieren mirar a otro lado antes que enfangarse en un reproche al aliado.