Como es tradición, la próxima semana santa cientos de militares uniformados y armados participarán en las procesiones. Desfilará la tropa, las bandas harán sonar sus instrumentos, y los jefes ocuparán lugares de honor en los cortejos, los palcos y los templos. Diversas unidades mostrarán su fervor hacia determinadas cofradías, cristos o vírgenes mediante dramáticas escenificaciones, mientras coroneles y capitanes hacen alarde público de su devoción.
Y como cada semana santa, muchos ciudadanos no daremos crédito, en las calles y ante los medios, a nuestros ojos y a nuestros sufridos oídos (mi aprecio por la música militar está entre el de Brassens/Ibáñez y el de Groucho Marx). Creeremos alucinar con una estética que diríamos deudora del clerofascismo, y que alcanzará uno de sus momentos de clímax cuando la Legión porte el “Cristo de la Buena Muerte”. Pero no menos estupefaciente es la persistencia del santo patrón (a menudo patrona) de cada cuerpo, así como la del arzobispado castrense (con su arzobispo general de división), los más de cien capellanes militares, las capillas y parroquias cuarteleras, y, desde 1980, incluso la Catedral de las Fuerzas Armadas. El beatomilitarismo llega a la osadía de organizar la primera comunión de ―agárrense― “niños castrenses”: espeluznante denominación que hace temer por unos niños víctimas de un doble adoctrinamiento, el religioso y el militar. (No olvidemos, como adoctrinamiento militar, los «materiales didácticos» que el Ejército ofrece a los niños en su web). ¿Es posible que ocurra y exista todo esto si ya no estamos en el nacional-catolicismo? Este se caracterizaba por la comunión de la Iglesia católica con el poder político, pero también con el militar, de manera que los tres conformaban una amalgama aterradora y repugnante, pues se apoyaban entre sí para la represión y desgracia del pueblo. Ay, la tradicional y atroz confabulación y confusión entre la cruz y la espada, cuántos truenos vestidos de nazarenos.
Desde 1978 tenemos una Constitución que proclama, como es obligado en una democracia, que ninguna confesión tendrá carácter estatal, pero el Observatorio de la laicidad no se cansa de mostrar día a día, sin excepción y desde hace años, que los hechos desmienten esa noble admonición. La Iglesia católica sigue disfrutando de privilegios desaforados, los niños continúan siendo adoctrinados con sandeces y normas morales más que dudosas en la escuela (no se queden en el currículo católico, vean también el islámico y el evangélico), y las autoridades públicas no dejan de dar muestras de servilismo confesional. Todo muy tradicional, pero muy vergonzoso, pues esas autoridades se deben a todos los ciudadanos, y no de manera especial a los que profesan ciertas convicciones religiosas. Cada vez que actúan confesionalmente nos defraudan y se revelan indignos de sus cargos. La estampa del rey (vestido en solemnes ocasiones como máxima autoridad militar) inclinando la cerviz ante cada cardenal que se le pone por delante, simboliza y resume el nefando confesionalismo estatal.
El caso de los miembros de las Fuerzas Armadas y las de Orden Público tiene agravantes respecto al de los cargos públicos civiles. Se supone que los primeros, por disponer legalmente de la fuerza, se deben de una forma especialmente rigurosa y disciplinada al servicio público y a la obediencia a las leyes, por lo que verlos, como miembros o representantes institucionales, en esas exaltaciones piadosas con las que contravienen el mandato constitucional de neutralidad confesional, resulta muy inquietante. ¿No transmiten, cuando así actúan, la impresión de que mantienen las infames querencias nacional-católicas? Lo peor es que no se trata de episodios aislados y anecdóticos, sino que son frecuentísimos y hasta parecen alentados desde la propia “inteligencia militar” (¿por qué diría Groucho que esto es una contradicción de términos?): los mismísimos jefes del MADOC (Mando de Adiestramiento y Doctrina del Ejército) participan como tales ―es decir, no a título privado― en misas, procesiones y ofrendas florales a vírgenes a las que ceden sus fajines, acogen en su madocapilla y honran como capitanas generalas, y tampoco se privan de pronunciar arrebatados pregones cofrades. Si hacen esto quienes se encargan de la pedagogía militar ―los profes―, ¿qué podemos esperar del resto ―los alumnos―? Qué lamentable fue en esta historia que, ante la reacción ultraderechista, se diera marcha atrás a los tímidos avances desconfesionadores de la ministra de Defensa socialista Carme Chacón.
El pasado 23 de marzo, el General jefe de la Brigada Paracaidista manifestaba en una entrevista su desbordada devoción por el “Cristo de Ánimas de Ciegos” y por la semana santa malagueña al completo, y, apelando a la tradición, hacía partícipe de su fervor a toda su unidad militar. Dice el titular de la entrevista: “En la procesión no somos militares sino devotos de nuestro Cristo”. Si en la procesión no son militares, ¿por qué van como tales?, ¿por qué no se les ocurre dejar los uniformes, los fusiles y los tambores en el cuartel y procesionar a título particular? El mismo titular sugiere que no se debe ejercer de militar (por ejemplo, yendo uniformado y armado) mientras se muestra devoción por el Cristo de Ánimas de Ciegos (o por la advocación que sea, aunque tenga una denominación menos extravagante). No hay problema con esas manifestaciones religiosas… como actividades privadas (es decir, cuando no se ejerce la función o representación pública). Pero muchísimos militares (como tantos otros cargos, autoridades, y empleados públicos civiles) no llegan a comprenderlo; no entienden que algunas tradiciones son traiciones a la democracia. Esto se comprueba, tristemente, en el cuerpo de la entrevista y hasta en publicaciones del Ministerio de Defensa, y lo ratificaremos en numerosas procesiones y otros actos de semana santa. Lo comprendan o no (mejor que sí) los servidores públicos, hay que exigirles a todos, militares y civiles, un comportamiento democrático en el ejercicio de sus funciones, lo que incluye una conducta escrupulosamente aconfesional. Amén.