La labor del humorista consiste en tomar algo que se considera formalmente aceptable y normal y desvelar que no lo es.
Debemos tributar nuestro rendido agradecimiento a Charlie Hebdo y su labor de sátira indiscriminada frente a cualquier integrismo, sea musulmán, cristiano o judío
El humor es la capacidad humana para percibir aspectos ridículos o absurdos de la realidad y destacarlos ante los demás de forma ingeniosa. Este fenómeno siempre nos ha servido para obtener una visión diferente de la vida y ensanchar las interpretaciones de los conflictos propios y ajenos. El humor nunca va dirigido a descubrir la verdad ni posee una precisión constructiva, ya que su misión es la opuesta, ir “a la contra” y evidenciar la mentira. Y esa labor de descubrimiento o “denuncia” de lo tapado no es fácil ni gratuita, por mucho que adopte apariencias frívolas o estúpidas. Aun sin ser “verdadero”, el humor es necesario, ya que de él nos nutrimos diariamente y nos servimos para defendernos de este desordenado mundo.
La labor del humorista consiste en tomar algo que se considera formalmente aceptable y normal y desvelar que no lo es. La presa favorita de la sátira y la parodia es lo considerado serio, correcto y solemne.
La consecuencia es que el humor es divertido y plausible para quienes están en contra de las “verdades” oficiales. De igual manera, se convierte en odioso para quienes comulgan a rajatabla con ellas. Un ejemplo es qué fácil resulta burlarse de las costumbres de culturas ajenas y qué inaceptables parecen las críticas hacia las nuestras, por extravagantes que estas sean a los ojos de los otros.
Con motivo de la terrible tragedia que se ha producido estos días en París, debemos afirmar que la libertad de expresión es sagrada, piedra angular de nuestra civilización, duramente conquistada por generaciones de grafistas desde Hogarth, Goya o Daumier.
Debemos tributar nuestro rendido agradecimiento a Charlie Hebdo y su labor de sátira indiscriminada frente a cualquier integrismo, sea musulmán, cristiano o judío. Lo primero es lo primero, ya que nos jugamos la calidad de nuestra sociedad y el derecho a dirigir al menos nuestra sonrisa sarcástica ante la frase sonora del pomposo manifiesto del poderoso de turno.
Pero hay que añadir algo. Siendo, como es, básico y necesario, el humor también debe ser responsable. No todo rasgo de humor es incuestionable y oportuno en cualquier momento y ocasión. Nadie defenderá una broma sobre una víctima de violencia de género, un chiste repugnante ante un niño, un ocurrente petardo en una reunión de víctimas del terror, una graciosa cerilla en un polvorín. Todos sabemos cuándo una broma es responsable y cuándo no lo es.
Ridiculizar al diferente, al débil, al “defectuoso” es un viejo y pobre recurso humorístico. Los tartamudos, los extranjeros, los enanos, los sexualmente distintos, los ignorantes, las mujeres, han sido “carne de cañón” del humor. Y siguen siéndolo. El humor es transgresor y subversivo por su propia naturaleza y siempre se moverá en el contrapunto, en lo informal, en lo contrario, en lo crítico; en definitiva, en el descubrimiento de los intersticios de nuestro orden, de nuestras normas y formas. Por eso, por ser incorrecto e imprescindible a la vez, debe ser responsable y meditado.