Podemos apreciar este hecho en la manera en que tanto jerarcas religiosos como gobernantes utilizan esa religión para aferrarse a su poder y su rol directivo sobre la sociedad.
“Por culpa de eso del Estado laico, ahora hay más crímenes y corrupción”, así se expresaba un anciano militar en estos días de enero, haciendo balances del año pasado y perfilando perspectivas para este nuevo año. Su frase expresa de manera abierta el miedo y los prejuicios más extendidos sobre la laicidad, al mismo tiempo muestra la típica concepción de una religión regidora y represora de las conciencias y de la libertad de las personas. Una vetusta concepción de religión, prima hermana de todo fundamentalismo (valga la alusión a este tema, como memoria del crimen de Charlie Hebdo).
Pero este miedo a la laicidad, ese miedo a la razón y la libertad humana, no es exclusivo del pueblo llano. Está también muy presente en todos los que dirigen las estructuras de poder religioso y civil. Podemos apreciar este hecho en la manera como unos y otros utilizan esa religión –estructurada a partir de miedos y un antagonismo tajante entre lo divino y lo humano– para aferrarse a su poder y su rol directivo sobre la sociedad. Los jerarcas religiosos se reservan para sí un lugar de rectoría en la sociedad, bajo el argumento de que “se están perdiendo los valores”. Así abordan con desfasado paternalismo y pesada monotonía temas como la familia, la “lucha contra el aborto”, los “valores”… Por su parte, los gobernantes con frecuencia utilizan símbolos religiosos, o promueven la formación de mitos y héroes nacionales para encandilar las conciencias de una ciudadanía boba. No es casual que, en nuestro medio, converjan en un mismo contexto político el crecimiento de un poder autoritario que controla todo y la reproducción de alianzas con distintas instancias religiosas tradicionales, así como la utilización de símbolos y prácticas religiosas “alternativas” para dar legitimidad a ese poder autoritario. En este contexto, tenemos en Bolivia un proyecto de Estado y sociedad laicos que no merecen la atención de nadie. Peor aún, es un incómodo enunciado constitucional sobre el que se deja que crezca un denso moho, quizá para encubrir el reengendro de prácticas religiosas (o pseudo religiosas) que incuban una agria desconfianza en la libertad, la creatividad y la emancipación de las personas. Aún sin jerarcas convencionales, con otro tipo de jerarcas sobre los que se construyen aureolas de un poder pseudo divino, las pomposas ceremonias que se anuncian para este próximo 22 de enero, no dejarán que mis palabras resulten exageradas o mentirosas. Pero, debo decir, que al final de cuentas, muchos nos quedamos con la hermosa laicidad del Evangelio de Jesús, ese campesino palestino que vivió apasionadamente el misterio de Dios provocando con su libertad y creatividad a todos los viejos poderes, el poder religioso y el civil, aliados contra él y contra todos los que se atreven a organizarse por construir un mundo nuevo.