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“You can’t kill rock’n’ roll”: nueva entrega de las crónicas de Emmanuel Carrère desde el juicio por los atentados de París

Esta semana, un momento de increíble emoción y un joven carcomido por la culpabilidad

Capítulo 32

1. Va a ser difícil

Ha llegado a ser ritual, desde hace un mes. En las suspensiones de la audiencia, en la máquina de café, cada vez que hablas con un abogado de las partes civiles es para preguntarle, como a un enfermo grave: “¿Qué tal? ¿Aguantarás?” Él o ella se encoge de hombros y responde: “No tenemos más remedio que aguantar”. Suspiro: “…Pero va a ser difícil”. ¿Qué es lo que va a ser difícil? Organizar las alegaciones de partes civiles (en adelante PC). El abogado de PC representa a las víctimas, pero en realidad en este juicio no tiene que luchar por ellas, demostrar que han sufrido y merecen una reparación, como hace, pongamos, Sylvie Topaloff cuando consigue que condenen a los dirigentes de France Telecom por “hostigamiento moral institucional”. Se puede litigar contra France Telecom, pero, ¿quién va a hacerlo contra el Imperio Islámico?

A lo largo de todo el juicio, la función de los abogados de PC ha sido sostener a sus clientes, acompañarlos, prepararlos para declarar, tener a mano la caja de clínex, y la mayoría lo han hecho con una delicadeza incansable. ¿Pero ahora? Se dirá: tienen que ser los portavoces de las víctimas, expresar con palabras su sufrimiento. El problema es que ellas ya lo han expresado. Es que su palabra ya la han formulado durante cinco semanas, con una extraordinaria elocuencia colectiva, y que ha conmocionado a todo el mundo. ¿Qué pueden añadir sus abogados que no sea superfluo, en el mejor de los casos y, en el peor, obsceno? Este es el primer escollo, el segundo consiste en que si no pueden ser portavoces de las víctimas, en exponer los argumentos de la acusación. No es la función de los abogados de PC. Podría serlo, a lo sumo, si los tres fiscales del Tribunal Supremo fueran incompetentes, pero son excepcionalmente brillantes, conocen el sumario como nadie, no serviría de nada entrar en su terreno. ¿Entonces? ¿Cómo navegar entre estos dos escollos? ¿Cómo hacerlo, sabiendo que esta secuencia de los abogados de PC va a durar nueve días, que son 350 y que 150 se proponen alegar?

Los abogados constituyen un gremio rico en personalidades prestigiosas y con un potente ego, no es de extrañar que se combatan desde hace un mes, en reuniones plenarias y en conversaciones de pasillos. Algunos han anunciado de entrada que actuarán por su cuenta: yo represento a mis clientes y a mí mismo, punto. Otros, entre los más presentes y responsables, han preparado una especie de alegación colectiva coherente y progresiva en la que cada uno toma la palabra para tratar un tema. Cito algunos, al azar: “¿Nos reúne el mal?”. “Incompetencia y vulnerabilidad”. “La libertad de odiar y de no odiar”. “El gusto del placer”. “Reencontrar las palabras”. ¿Por qué no? De todas formas, nadie escuchará a todo el mundo, al menos yo no. Hace ocho meses que frecuentamos a estos abogados de PC. Los conocemos bien, a la fuerza. Sabemos quién nos gusta y quién nos hace bostezar de aburrimiento antes de haber abierto la boca. Tenemos la programación, elegiremos, como en Roland Garros. Empezamos a poner cruces delante de los nombres.

2. El pasillo de honor

El tipo viste un traje y una camisa negros, una corbata roja. Tiene un tupido bigote pelirrojo, una coleta, la tez con cuperosis de bebedor veterano de cerveza y una voz muy hermosa, profunda, segura de sí misma, que utiliza como alguien para quien es un instrumento de trabajo. Podría ser un televangelista, pero es cantante. Es el cantante de los Eagles of Death Metal, Jesse Hughes, que actuaba en el Bataclan el 13 de noviembre. Lo que cuenta es estándar, punteado por tópicos muy norteamericanos —”My love affair with Paris” (“Mi idilio con París”), “You can´t kill rock´n´roll” (“No se puede matar al rock and roll”)— pero, en definitiva, modesto y majo. El momento asombroso es cuando, concluida su declaración, se vuelve para dirigirse hacia la salida. Frente a él, la fila de unos cuarenta metros de largo, bordeada de bancos de madera blancos; yo no me había fijado nunca en hasta qué punto la sala del viernes 13 se parece a una iglesia moderna: clara y luminosa a pesar de que carece de ventanas. A lo largo de los bancos, un pasillo de honor, formado íntegramente por supervivientes del Bataclan, y no cualquiera de ellos: los fans del grupo, los fans del rock, los auténticos de verdad, con sus tatuajes en los bíceps, sus cazadoras de cuero, sus anillos en la oreja. Si les hubieran dejado entrar con una cerveza tendrían su pinta en la mano. Jesse Hughes avanza entre ellos. Se para delante del primero. Se miran, se sonríen. Le abraza. Le estrecha un momento en sus brazos, un momento largo. Cuando se separan, los dos tienen lágrimas en los ojos. Jesse pasa al siguiente, a la siguiente. No sé exactamente cuántos eran, treinta o cuarenta, cada uno ha recibido su abrazo, ha sido algo espontáneo, sin show off (sin alardear), Napoleón pellizcando a sus soldados curtidos, las lágrimas que afluyen, la efusión, la inmensa oleada de amistad entre los supervivientes, era un momento increíblemente emocionante y no me ha parecido en absoluto un tópico, “You can’t kill rock’n’roll”.

3. Dos costillas rotas

Era la secuencia más esperada, a decir verdad la única esperada, de esta extraña semana dedicada a los últimos testimonios, antes de las primeras alegaciones. Hasta el final del juicio, las víctimas que no han testimoniado en el otoño tienen derecho a cambiar de opinión y a ser escuchados. Se han inscrito unas ochenta para desfilar por el estrado. Esta inyección de refuerzo, que no debe de convenir a la defensa, es sin duda útil: nos recuerda la realidad concreta del horror. Pero estos testimonios no los escuchamos, desde luego, con el mismo fervor cuasi sagrado que en el octubre pasado. En un momento pensé algo horrible: si hicieran una película sobre el juicio, cortarían estas escenas en el montaje, no porque sean malas, sino porque son redundantes. Ya hemos visto y oído, no aportan nada. Es falso, de hecho. Entre otros, pienso en aquel joven que por entonces tenía 21 años y que salió indemne del Bataclan.

Durante tres años, disociación total. Ningún recuerdo. Pero sí un malestar, la sensación de que la gente le mira raro. Ideas negras pero confusas. Pesadillas sin imágenes. Siluetas indistintas, en la periferia del campo de visión. Resaca permanente, que combate con alcohol. Sensación de haber hecho algo malo, ¿pero qué? Se le escapa. Al cabo de tres años, se somete a la EMDR (terapia de desensibilización y reprocesamiento por movimientos oculares), terapia que ahora sirve para todo pero que ha sido inventada para el estrés postraumático. Todo vuelve, de pronto. Sabe que ha actuado mal. Para alcanzar la salida, ha empujado, aplastado, pisoteado. Se ha convertido en una máquina de supervivencia totalmente indiferente a todo lo demás. Habría utilizado como escudos a sus seres más queridos, era el precio de sobrevivir. Ahora vive, sí, pero una vida estropeada. Otros han sido héroes, él no.

Incesantemente se ve empujando, aplastando, pisoteando. Esta película se desarrollará constantemente en su cabeza, hasta el día de su muerte. Está avergonzado. Por eso ha venido. Para pedir perdón a los que pisoteó. Si alguno de ellos está presente y le escucha, al menos está eso. Está bien. Solloza. Se va. Yo también me voy: por hoy ya tengo bastante. Al día siguiente, una amiga abogada me dice que me he perdido algo; es una norma de la crónica judicial: siempre te pierdes algo cuando te vas. Justo después del joven carcomido por la culpabilidad, otro superviviente del Bataclan, visiblemente más distendido, ha empezado su testimonio diciendo que acababa de escuchar la declaración del joven y que quería decir esto: “A mí me pisoteó alguien y me rompió dos costillas. ‘Solamente’ dos costillas rotas. Entonces quizá fuiste tú el que me atropellaste, quizá fue otro, no lo sabremos nunca, pero si fuiste tú, quiero que lo sepas: no es nada grave, dos costillas rotas. Me salvé, estoy vivo, soy feliz, no te guardo rencor, hiciste lo que pudiste, todos hicimos lo mismo, espero que todavía estés en la sala para escuchar lo que digo”. El joven ya no estaba pero mi amiga abogada corrió al vestíbulo en su busca. Lo alcanzó en la escalera del juzgado. Si hicieran una película, terminaría con esta imagen.

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