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Decía Hannah Arendt que, a diferencia del poder, que se legitima a sí mismo, la violencia necesita justificación. Es verdad, salvo que la violencia sea tan grande, tan abiertamente destructiva, tan fuera de toda escala humana, que coincida con el máximo poder imaginable: el de Dios mismo. La violencia de Dios es, en efecto, la única que, como el poder, no necesita justificarse. Hemos visto cómo este elemento teológico opera en el discurso de Netanyahu, cuyas citas bíblicas invocan al Yahvé justo y colérico que llamó, por ejemplo, al exterminio de Amalec y sus descendientes: “Borraré la memoria de Amalec de debajo del cielo” (Éxodo 17:14), “borrarás la memoria misma de Amalec de debajo del cielo” (Deuteronomio 25:17), “ahora ve y hiere a Amalec, y destruye a hombres como a mujer, a niño como a lactante, a buey y oveja, camello y asno” (Samuel 15:1).
Como sabemos, el movimiento sionista, fundado en 1897 por el húngaro Theodor Herzl, nació en círculos europeos laicos y utilizó “la promesa de Yahvé”, tras barajar otras ubicaciones para el futuro Estado de Israel, en razón de su mayor poder movilizador. Ahora bien, el Gobierno de Netanyahu está compuesto de integristas religiosos que, al esencialismo sionista, añaden un fanático fervor bíblico, inseparable de su supremacismo belicoso. Cuando se compara Hamás con el Estado Islámico se olvida que sería mucho menos abusivo sostener que es el yihadismo judío el que gobierna hoy en Tel Aviv.