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Wahabismo y salafismo

Al igual que lo que hoy conocemos como ecumenismo cristiano o meditación budista, el fundamentalismo islámico es en gran medida un producto de siglos recientes. Ello no quiere decir que no haya habido fundamentalistas antes en el islam: en la propia Al-Ándalus los almorávides se atribuyeron el derecho de conquista de unos reinos de taifas que percibían como laxos, y lo mismo hicieron con los almorávides los aún más severos almohades. Lo que sí quiere decir es que la versión del fundamentalismo islámico que hoy se extiende por el mundo es una muy concreta, y tiene un origen claramente fechable: Arabia, siglo XVIII. Floreció allí y entonces Muhammad ibn Abd al-Wahab, fundador de una corriente conocida, por su apellido, como wahabismo. Es sorprendente el escaso conocimiento en Occidente de personajes semejantes, que han tenido un impacto decisivo sobre el mundo en que vivimos y que luchamos, a veces desesperadamente, por comprender. Quizá nos ayude repasar la historia de Wahab, el padre del fundamentalismo islámico moderno.

Entre los siglos XV y XVIII, la cabeza del mundo musulmán era el Imperio turco otomano (1299-1922), con capital en Estambul desde 1453. El Imperio incluía las ciudades sagradas de Meca, Jerusalén y Medina, y su élite cultural hablaba tres lenguas: turco, árabe y persa. En su extenso territorio vivían cristianos, judíos y otras minorías religiosas a cambio de un impuesto adicional. Hacia finales del siglo XV la mayoría de los habitantes del Imperio eran cristianos, y aún a principios del XIX los musulmanes no superaban el 60%. Este carácter multicultural bastaba, como era de esperar, para que algunos clérigos y juristas consideraran a los otomanos poco más que paganos disfrazados, excesivamente asimilados a influencias externas. Uno de esos juristas era Muhammad ibn Abd al-Wahab (1703-1792), que se dedicó en cuerpo y alma a predicar a las tribus árabes una versión “purificada” del islam, desprovista de prácticas “idólatras” como el culto a los santos y fundamentada en la más estricta de las cuatro escuelas jurídicas islámicas, la hanbalí. Los primeros actos de proselitismo público que se le recuerdan a Wahab fueron del estilo de destruir tumbas populares, cortar árboles sagrados u organizar la lapidación de una mujer adúltera. Quizá no nos sorprenda saber que el férvido predicador fue expulsado de su propio pueblo y se refugió en la ciudad de Diriyah, lo que favorecerá a su carrera.

Algunos de los elementos de los que Wahab quería expurgar el islam eran simplemente tradiciones desconocidas para los beduinos de su aislada región natal, Nejd. Sus planes de reforma, que —como los de los futuros talibanes— no distinguían claramente entre el islam y las normas de su propia tribu, despertarán durante mucho tiempo el rechazo y la irrisión de las élites intelectuales de El Cario o Estambul, ignorantes de que las tornas cambiarían. Ya en vida vio Wahab notables avances en la implementación de sus ideas, como el derrocamiento del gobernador de la Meca, que fue asesinado por sus seguidores (quienes también destrozaron las abundantes tinajas de vino del gobernador), y, sobre todo, la firma de un pacto con la casa de Saúd en 1744, el llamado pacto de Diriyah, en virtud del cual fue fundado el emirato de Diriyah, en el que el reformador gozaba de la máxima autoridad en materia religiosa. Sin embargo, no fue hasta 1932 cuando la Arabia saudita se independizó en su conjunto del Imperio otomano, convirtiéndose en el primer Estado islámico moderno. Las leyes actuales del país, que han hecho correr ríos de tinta, están fundadas en la autoridad de Wahab y sus seguidores. Es intrigante que estas leyes comprendan prácticas comúnmente asociadas a los talibanes o al grupo terrorista Daesh (ISIS), como la ejecución por decapitación, que sólo Arabia Saudita practica entre todos los países del mundo, o la demolición de patrimonio histórico (mezquitas, mausoleos…) en su propio territorio, incluyendo el cementerio donde estaban enterrados algunos de los compañeros de Mahoma en 1806 o las tumbas de la familia del profeta en 1925. Esta destrucción indiscriminada de monumentos, bajo la creencia de que respetarlos supone alentar el “politeísmo”, carece de precedentes históricos: se calcula que el 90% de los cascos históricos de las ciudades de Meca y Medina ha sido derruido para hacer sitio a construcciones modernas.

Poco lejos habría llegado esta clase de islam rigorista y maximalista si se hubiera reducido a una reforma nacionalista saudita del siglo XVIII. Fue la situación colonial la que le permitió reaparecer en otros pueblos y latitudes, dando lugar a lo que hoy conocemos como salafismo (de salaf: [el islam de los] ‘antepasados’), un término que agrupa una multitud de corrientes islámicas que se oponen a la influencia democratizadora y secularizadora de los países occidentales, y aspiran a un supuesto “retorno” al modelo político y social de los primeros muslimes, tal como cada grupo lo entiende. A diferencia del temprano wahabismo, las ideologías salafistas son por lo general internacionalistas y su enemigo común es el secularismo moderno (desconocido para Wahab y los suyos), aunque su ámbito de acción se reduce con frecuencia a un país o comunidad; a veces incluso se muestran críticas con algunos de los excesos de los monarcas sauditas. Sin embargo, el ejemplo de éstos quedará asociado a sus primeros grandes referentes, en parte porque, por rudo que fuera, era el único disponible hasta entonces de un Estado “puramente” islámico. Tal fue el caso del indio Siddiq Hasan Khan, alma del movimiento Ahl-i Hadith (c. 1850), a quien las acusaciones de wahabista le costaron su cargo en el British Raj, y del fundador de los Hermanos Musulmanes (1928) Hasan al-Banna, que deseaba un modelo político de inspiración similar para Egipto, aunque serán seguidores como Muhammad Qutb los que construirán puentes ideológicos hacia la dinastía de Saúd.

Aunque el “salafismo” más vistoso actualmente sea el de grupos terroristas como Al-Qaeda o Daesh (ISIS), la verdadera invasión es silenciosa y está ampliamente financiada por los petrodólares de los países del golfo Pérsico. Con éstos se construyen mezquitas, se publica una inmensa literatura, se crean cátedras y se patrocinan programas de audiencia mundial, que han conseguido, desde los años 70, que en países lejanos al mundo árabe como India o Malasia los hijos se dejen más barba que sus padres o las hijas lleven más velo que sus madres. Pues el salafismo afecta invariablemente a las costumbres, al mundo privado y familiar, y no necesariamente se traduce en un programa político como el de los partidos islamistas, ni mucho menos en uno bélico-terrorista como el del yihadismo, que es una corriente muy minoritaria. Esta expansión de la sensibilidad salafista, que desde dentro es interpretada como un renacimiento islámico, es considerada por las potencias occidentales como una amenaza, sobre todo desde la propagación del terrorismo global a partir de los años 90 (tras más de dos siglos de “fundamentalismo” islámico moderno).

Es innegable que el escenario sería muy diferente si lo que se exportara a todos los rincones del globo fuera, por ejemplo, el sunismo malikí de Marruecos o Senegal, mucho más flexible. Sin embargo, no parece ser ésta la tendencia: en 2009 se calculaba que había cerca de 50 millones de salafistas en el mundo, cifra que crece velozmente. Aquellos que están involucrados activamente en grupos yihadistas podían sumar unos 106.000 en 2014. Comparados con un total de unos 1.600 millones de musulmanes, se puede apreciar lo desmedido de la influencia de este 3,1% de salafistas (y 0.0066% de yihadistas): a raíz de los atentados terroristas del 22 de marzo de 2016 en Bruselas, se estimaba que el 95% de los cursos de islam para musulmanes en la ciudad estaban a cargo de predicadores entrenados en Arabia Saudí.

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