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Victoria pírrica

La actual Ley de Salud Sexual y Reproductiva, que, para general comodidad llamaré ley Aído, pasó por los órganos consultivos correspondientes y fue aprobada en 2010. Lleva tres años de recorrido en los cuales puede juzgarse que su funcionamiento ha sido bueno, puesto que ha frenado la previa inseguridad jurídica de los antiguos supuestos, ha evitado abortos de larga gestación y ha protegido a las menores con riesgos específicos. En conjunto, su resultado es satisfactorio y, por ende, el número total de abortos ha disminuido. Como es sabido, es una ley homóloga con el resto de las europeas y consagra la libertad de decisión de las mujeres para proseguir o no un embarazo durante las primeras 14 semanas. Tras ellas admite varios supuestos en los que puede abortarse una vida fetal que son, lógicamente restringidos, puesto que la ley la protege. Es una ley eficiente, prudente y segura.

Poco conocemos al detalle de la ley Gallardón por el secretismo que ha rodeado su concepción. Pero hay un tema previo, el mandato en que se ampara, que no cabe olvidar. La amplia victoria del PP tuvo un marco claro: españolas y españoles, la gente de este país, dimos al Partido Popular una mayoría absoluta en la confianza de que su cercanía a los lugares de toma de decisiones económicas de calado, haría abrirse las fuentes del crédito y del empleo. O, dicho en otros términos, la victoria conservadora tuvo un marco que eludía su programa. Fue un voto “para salir de la crisis”, bastante alejado del apoyo vehemente a sus coordenadas ideológicas o religiosas. Sin embargo, ya entonces era de temer, y así se expresó, que dadas las dificultades reales económicas y la escasa posibilidad de superarlas en el corto plazo, el partido conservador cayera en la tentación de usar su victoria para implantar un programa moral poco compartido por la ciudadanía, como por lo demás muestran habitualmente las encuestas. Parece confirmarse. La ley Gallardón, a la que denomino así por economía de medios entre otras razones, nos coloca en estado de emergencia moral. Prepara una medicina innecesaria que la situación no demanda y la gente no comparte, pese al esfuerzo en la propaganda devota de las últimas décadas. Solo desde planteamientos minoritarios se mantienen dos cosas: una, que toda vida fetal, con independencia de su grado de desarrollo, es igualmente valiosa, y dos, que la ley debe obligar a creer esto a quienes no acuerden con ello.

Siempre recordaré a la persona que me daba albergue, allá por los años setenta, en mis jóvenes veranos en el sur de Inglaterra. Era una mujer excelente, perspicaz, de mediana edad y conservadora. Inevitablemente acabamos por hablar del aborto. Me transmitió que lo consideraba un hecho grave y que no lo veía justificable casi en ningún caso. Le repliqué entonces con los hechos: con independencia de ello, se produciría de todos modos y, en la alegalidad, sin ningún control. Y me dio entonces una lección que nunca he olvidado. “Considero que es un grave mal”, me dijo, “pero precisamente por ello ha de ser legal”. “Es vergonzoso”, añadió, “ver a esas mujeres españolas que tienen que venir a mi país para realizarlo”. Entendí en un instante la diferencia entre la posición conservadora y la fundamentalista: las convicciones religiosas y morales propias no son fundamento de la ley común.

No entraré en el debate de la moralidad, por tanto, pero tampoco me dejaré arrastrar por convicciones ajenas que no comparto. Y mantengo el derecho a resistirme frente a ellas. Tengo las mías que son de todo punto claras: la decisión de ser madre le corresponde, en primer término, a quien esté en disposición de serlo. Tras dar amparo a esa libertad por el tiempo preciso, debe la ley proteger a la vida fetal y proteger su desarrollo hasta que se convierta en una vida humana completa. Eso hace nuestra ley actual, a la que no encuentro ningún motivo justificado para abrogar. Por lo demás, reabrir el debate del aborto en sí, está lejos de las coordenadas de una sociedad democrática corriente. La libertad de elegir ser madre es libertad admitida. No obstante, la entrada en escena de la ley Gallardón pone a nuestro país en emergencia moral, puesto que la ética civil compartida habrá de medirse de nuevo con las convicciones fundamentalistas.

De todo ello, y si se llega al caso de votar esta ley en las Cortes, advengo al convencimiento de que una mayoría otorgada y alcanzada para fin muy distinto, es malo que pueda usarse para imponer a la generalidad de la gente de este país una horma no compartida, unilateral, que implica una grave pérdida de libertad, y que tiene además seguras y lamentables consecuencias para las personas más débiles. Votar en esas condiciones sería vencer y no convencer. Es más, sería una victoria pírrica. Pirro, rey de Epiro, logró reunir un gran Ejército, apoyado por numerosos elefantes, para conquistar el sur de Italia. Venció, ciertamente, pero con tales pérdidas que no pudo sacar de ello ganancia alguna. Es más, se cuenta que él mismo comentó, acabado el combate: “¡Otra victoria como esta y me vuelvo solo al Epiro!”.

Amelia Valcárcel es catedrática de Filosofía Moral y Política de la UNED y miembro del Consejo de Estado.

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