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Veganismo, libertad religiosa y laicidad (y II)

La justicia británica ha reconocido al veganismo como “religión” para incluirlo como una opción de conciencia frente a la discriminación, junto a otros motivos como el color de piel o el sexo. Exactamente, lo que ha hecho ha sido equipararlo a una religión, como si fuera una religión, ampliando el concepto de libertad religiosa (lo hemos explicado aquí). El caso es que dicho reconocimiento ha suscitado algunas críticas y dudas al respecto que ya mencionábamos en ese texto. Vamos a intentar ahora profundizar un poco más en ellos.

Por ejemplo, en el diario El Paísvarios filósofos planteaban sus dudas sobre lo acertado de dicha decisión. Uno de ellos, Germán Cano, decía: “Podemos llegar al absurdo de que cualquier forma de vida se reivindique como un derecho; pero es un terreno peligroso. La ofensa al veganismo no es tan grave como a la raza, la sexualidad o la religión”.

En respuesta a Germán Cano podemos decir dos cosas. Una, que efectivamente, sería un absurdo considerar cualquier forma de vida como un derecho. Pero es que el veganismo no es cualquier forma de vida: es una forma de vida basada en una conciencia ética. Remitimos al otro texto en la diferencia entre preferencias, gustos y opiniones por un lado, y conciencia (religiosa o no), por otro. Es importante señalar aquí que lo que se protege no es el veganismo como tal, sino la libertad de conciencia (cuyo contenido puede ser el veganismo, o el catolicismo o el islam). Por tanto, no es que el veganismo sea equiparable al color de piel o la sexualidad a la hora de la prohibir la discriminación, sino que lo que es equiparable es la libertad de conciencia de quien decide vivir conforme a esa ética.

Por conciencia entendemos aquí unas creencias (religiosas o no) con implicaciones prácticas que dotan al sujeto de cierta identidad, sentido y estima, cuyo incumplimiento le supondrían el daño moral de sentirse sucio o traidor a sí mismo. No se trata de cualquier tipo de creencia sino de convicciones fuertes y profundas, y por las que el sujeto es capaz de ciertos sacrificios personales, lo que las distingue de las meras preferencias, gustos u opiniones.

No obstante lo anterior, la libertad de conciencia no es un derecho absoluto, como ninguno lo es. La libertad de conciencia es un derecho más, pero que ha de compatibilizarse con los demás derechos, con las leyes y con las demás instituciones que conforman el sistema jurídico que posibilita a la propia libertad de conciencia y demás derechos.

Por lo anterior, cualquier conciencia no queda automáticamente protegida. Ciertas conciencias quedan fuera, por ejemplo, las de contenido sexista, homófobo o xenófobo. Nadie duda de que la convicción racista de un miembro del Ku Kux Klan sea tan fuerte y profunda como la de un vegano o un testigo de Jehová. La diferencia es que el marco jurídico-filosófico que protege la libertad de conciencia es compatible con el vegano o testigo de Jehová, pero no con el racista del KKK. La laicidad, esto es, el marco jurídico que posibilita y garantiza la libertad de conciencia, no es relativista, sino que se fundamenta en valores y principios fuertes como la dignidad, la autonomía, la igualdad o las libertades (de expresión, de opinión, etc.) así como la democracia. Cualquier contenido de conciencia contrario a esos valores y principios es incompatible con ese marco porque imposibilitaría la libertad de conciencia, al ser esos principios y valores su condición de posibilidad. Dicho para que se entienda: en una democracia cabe votar casi todo, y una de esas excepciones es el hecho en sí de si votar o no. Sería absurdo un referéndum sobre si tomar las decisiones por votación o no. Quien votara que no, estaría diciendo que sí (algo así como decir: “Ahora mismo estoy callado”). Por lo mismo, quien pretenda vivir de acuerdo a una conciencia racista, sexista, homófoba, etc., estaría yendo en contra de las condiciones de posibilidad de la libertad de conciencia, como son la libertad, la igualdad y la no discriminación.

Otra crítica distinta venía expresada en otro artículo también de El País. Su autora, Patricia Tubella, se preguntaba: “Podría el cajero de un supermercado, a partir de ahora, negarse a cobrar al cliente que lleva en la bolsa de la compra productos cárnicos? (…) Tampoco puede descartarse que otros empleados busquen el amparo legal de sus “creencias” de otra naturaleza, como la necesidad de luchar contra el cambio climático”.

Para explicar la respuesta a esta pregunta vamos a remitirnos a la Declaración de Independencia de los EEUU (1776). En ella leemos: “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad” (cursiva nuestra).

Hemos remarcado en cursiva “la búsqueda de” para llamar la atención al hecho de que de no se habla del derecho a la felicidad (como sí se dice el derecho a la vida y a la libertad) sino del derecho a buscarla. La felicidad en sí no es un derecho, no existe el derecho a ser feliz, sino el derecho a intentar serlo, a buscarla, a conseguírselo uno mismo.

Esto es así porque todo derecho es, a la vez, un derecho de alguien y una obligación para otro (ya sean particulares, el Estado u otras personas jurídicas). El derecho del acreedor a recuperar lo prestado (más el interés, si procede) es lo mismo que la obligación del deudor de devolver ese préstamo (y el interés correspondiente, en su caso). Sin esa obligación no hay derecho real. Mi derecho a la vida es la obligación de cualquier otro (incluido el Estado) de no matarme, o mi derecho a la libertad es la obligación de cualquiera a no secuestrarme, retenerme, etc. Pero no hay derecho a la felicidad porque ¿quién estaría obligado a procurármela? No se puede exigir a nadie que haga feliz a otra persona, lo más que podemos obligar es a no interferir u obstaculizárselo indebidamente o innecesariamente. Yo tengo derecho a intentar ser feliz a mi manera en un mundo donde los demás también tienen el mismo derecho a ser felices a su manera (y dichas maneras pueden ser conflictivas), y donde nadie está obligado a hacerme feliz.

Pasa igual con la libertad de conciencia. Mi derecho a la libertad de conciencia es a intentar vivir de acuerdo a ella, teniendo en cuenta que no todo el mundo estará de acuerdo con mi conciencia ni obligado a ayudarme, ni mucho menos procurarme ellos que yo pueda llevarla a cabo tal y como yo la interpreto. La obligación del Estado consiste principalmente en no prohibir las opciones de conciencia compatibles con los valores democráticos y la propia laicidad (sus condiciones de posibilidad), y a estar separado de, y ser neutral ante, esas opciones de conciencia (religiosas o no). Las obligaciones de los demás se limitan a no molestarme innecesariamente en asuntos de conciencia y, si acaso, en tanto que se valora el pluralismo, intentar favorecer o facilitar la puesta en práctica de las diferentes conciencias, lo que nos llevaría a las cuestiones (y problemáticas) que plantean la objeción de conciencia y los acomodos razonables.

Pero, sea como sea, no hay que perder de vista que la libertad de conciencia y su puesta en práctica implica unos costes que quien debe asumirlos es el sujeto del derecho, y no los demás. Volvamos al ejemplo del vegano. Este tiene derecho a ser vegano e intentar vivir de acuerdo a esa conciencia. Pero le supondrá algunos costes como, por ejemplo, pagar más por ciertos alimentos o productos elaborados sin animales, o tener menos restaurantes disponibles entre los que elegir. Lo que no sería de recibo es que pretendiera obligar a todo restaurante a tener menús veganos o que el Estado asumiera el sobrecoste de su comida para igualar sus precios a los de la comida con carne. Este vegano debe entender que los demás no sean veganos y que no tienen por qué asumir los costes de su libre decisión. Porque ser vegano es una decisión (como lo es ser cristiano o musulmán), distinto de una discapacidad, por ejemplo (que no es elegida). La sociedad puede asumir costes en relación a las personas con discapacidad, como pueden ser los costes de eliminar barreras arquitectónicas. Pero no el coste del sobreprecio de un menú vegano o de construir una iglesia o mezquita, por ejemplo.

En el ejemplo concreto que se planteaba, el cajero vegano de un supermercado no tendría derecho a no cobrar a un cliente que comprara carne, puesto que comprar carne no está prohibido y ese empleo implica venderla. Si no quiere hacerlo, deberá asumir él el coste de elegir entre trabajar ahí cobrando productos cárnicos o rechazar ese trabajo. Lo que no quita que entre empresa y trabajador se pueda llegar a un acomodo razonable, de tal forma que se le procure, si es posible, tareas no relacionadas con la carne. Pero no sería como derecho por ser vegano, sino como acomodo razonable con todo lo que implica: carácter individual (no colectivo ni universal), si es posible, mutuo acuerdo de las partes, etc.

Otra cosa es que, en casos especiales o extremos, la sociedad o el Estado (es decir los demás), no pongamos obstáculos de más a las distintas opciones de conciencia. E incluso que pongamos facilidades en pro del pluralismo y en tanto que valoramos el pluralismo en sí (el pluralismo, que no todas y cada una de las plurales opciones en sí mismas). Por ejemplo, sí podría tener sentido que en una cárcel se ofrecieran menús veganos, halal o kósher, dado que veganos, musulmanes o judíos no tienen libertad para elegir distintos restaurantes dentro de la cárcel. Lo contrario les pondría en la difícil elección entre morir de hambre o ir contra su conciencia, lo que sería excesivo pudiendo evitarse.

Lo anterior no implica la llamada “laicidad positiva”, esto es, asumir el principio de colaboración entre Estado y religiones (u otras opciones de conciencia, en su caso). No, porque sería imposible colaborar con todas por igual y al final resultaría una situación de privilegios y/o discriminaciones de facto entre unas y otras. De hecho, en España, hay Ley de Libertad Religiosa que protege a las conciencias religiosas pero no a las no-religiosas, y el Estado tiene Acuerdos de Colaboración distintos con la iglesia católica y otras religiones, pero no con todas ni con otras opciones no-religiosas. Mucho más coherente con la laicidad es el principio de neutralidad, por el que el Estado no colabora con ninguna religión ni opción de conciencia, con las únicas excepciones que las que sean razonables en pro del pluralismo o en los casos extremos mencionados antes. Por ejemplo, puede ser razonable que haya capillas multiconfesionales en hospitales para facilitar que pacientes y familiares que le acompañan puedan realizar sus servicios religiosos sin alejarse del hospital. Pero no es razonable que el Estado incorpore una asignatura de religión confesional en el sistema educativo y pague a esos catequistas habiendo iglesias, mezquitas, sinagogas o salones del reino donde cada religión puede hacer eso mismo cargando con ese coste.

Remitimos a este otro texto sobre acomodos razonables para no extendernos más en este.

Primera parte: Veganismo, libertad religiosa y laicidad.

Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.

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