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Asociar dichos términos parece una contradicción, pero ya se verá por qué lo digo. Recientemente, se ha recordado la caída de las prácticas religiosas en Euskadi, su número de bautizados, matrimonios canónicos y, por si fuera poco, un aumento de ateos. J. M. Sinde, presidente de Arizmendiarrieta Kristau Fundazioa, mitigaba el impacto de estos datos diciendo que «el caso del País Vasco ‘podría’ mostrar que la secularización no implica la desaparición de valores éticos y sociales promovidos durante siglos por el cristianismo». Al contrario, «han evolucionado y se han integrado en una ética cívica independiente de la religión».
Estupendo. Ahora bien. Primero. Esas prácticas no son signo del cultivo de valores como la justicia o la igualdad. Segundo. No miden la supuesta tendencia de los valores señalados, ni aclaran las subidas o bajadas de esas prácticas. Tercero. Nada tienen que ver las primeras o las segundas con el número de ateos vascos. No son vasos comunicantes.
La cuestión se complica cuando Sinde no señala las causas de dichos fenómenos, a no ser que sean solo la influencia de una abstracta secularización que no cesa. Lamenta que este descenso se haya dado en lugares donde «el papel de la Iglesia vasca fue importante en el mantenimiento de la lengua y cultura vasca en la larga noche de la dictadura franquista». Es lo que habría que responder. ¿Qué (no) hizo la Iglesia para que lugares tan mimados por curas obreros y cristianos por el socialismo se alejaran del regazo materno eclesial?
Sinde se alegra de que tal descalabro no importe mucho, porque valores como la igualdad, la justicia y la solidaridad siguen siendo señas de «identidad de la sociedad vasca». Y lo más extraordinario es que los ateos vascos, en progresivo ascenso, son la caraba, pues cultivan unos valores que han sido quintaesencia de la tradición cristiana. Lo que significa que, si no fuera por la Iglesia, los ateos vascos seguirían siendo, social y religiosamente, unos degenerados.
Ventilar la genealogía de unos valores como la justicia, la solidaridad y la igualdad, arrogándose la patente de su ADN original por quienes más los han conculcado suena a sarcasmo. Si no, que se lo digan a los ateos. Su persecución ha estado a la misma altura que la aplicada a los heterodoxos. Hace bien poco se decía que «los ateos se han privado de lo mejor que tienen y los ha dejado sumidos en sus propias privaciones y sometimientos, manchando lo más sublime que poseen». Así que, si los ateos vascos han sido somatizados por los valores de la justicia y solidaridad gracias al cristianismo, sería en verdad un milagro.
El ateísmo no necesita ninguna religión para hacer suyos tales valores. Un ateo no es más justo, ni más solidario que un creyente. Tampoco menos. Dios no aporta ningún plus ético a la conducta. Y ni siquiera siendo ateo o siendo creyente se está más inclinado a cultivar dichos valores. Si fuéramos a concitar muestras de injusticia a lo largo de la historia propiciadas por el ateísmo y la religión, seguro que el primero saldría indemne de tal acusación, hecho que se daría de bruces con quienes hicieron de Dios el fundamento teológico de sus guerras.
De una religión no se desprende el cultivo de la solidaridad, la justicia y la igualdad. Para actuar de una manera ética tanto monta el ateísmo como la fe en Dios, Alá o el dios de Abraham. Considerar que dichos valores son producto exclusivo y excluyente de la tradición cristiana es un dogma falso. Y, para ser más exactos, habría que decir de la tradición judeocristiana. El cristianismo no es un producto puro.
Esa traslación de valores, de la religión a una ética cívica, no es que sea imposible, pero que dicha ósmosis les haya tocado a los ateos suena a oxímoron. Tales valores se han cultivado por muchas culturas, con o al margen de la religión. Esta lo que ha hecho es integrarlos en su visión transcendental de la vida, haciendo creer que la justicia es más justicia centrifugada por la fe que la cultivada por un ateo. Pero no se necesita que nos digan «no mates», porque tal imperativo, aun estando en la Biblia o en la “Ética a Nicómaco”, no ha servido. La «identidad vasca», ¿cuál de ellas? Somatizada por valores cristianos, no es inmune al mal.
Una cosa son las prácticas religiosas externas y muy otra los valores sociales y religiosos, los cuales tienden a superponerse a los primeros por considerarlos de segunda categoría. Si la religión católica se atribuye la salvación del cultivo de esos valores, en detrimento paradójico de sus prácticas, es una petición de principio.
No todas las personas necesitan a Dios para saber que matar, ser justo, ser solidario y ser igualitario son necesarios para vivir en paz. En los asuntos civiles ha sido siempre una gran medida higiénica no convidar a Dios a ellos. Menos a quienes se dicen sus representantes en la tierra. Demasiado glotones. Se zampan a Dios y a César sin atragantarse.
Seamos defensores de la justicia, de la solidaridad y de la igualdad y olvidémonos de si tales valores proceden de una fuente atea, agnóstica o confesional. Solo traerá confusión mental y sectarismos tan inoportunos como improductivos en la práctica. Euskadi no es ejemplo de una sociedad que esté alejándose de la religión institucional sin perder por ello el cultivo de unos valores de la solidaridad, justicia e igualdad. Si tal tesis es cierta, entonces se tendría que demostrar la relación que puede haber entre el arroz con leche y un neumático. Y, si los valores sociales y políticos dependen directamente de una religión ordeñada, sea cual sea, entonces sí que tendríamos un problema muy serio. No solo para los ateos, sino para los creyentes que creen en un Estado laico. Ya se sabe que, cuando «Dios lo quiere», sin que haya dicho ni pío, parte de la sociedad ya se puede echar a temblar y ello, a pesar de que sus representantes aseguren tener la patente de la justicia, la solidaridad y la igualdad. O, quizás, sean peligrosos por eso.