Australia quiere obligar a los curas a denunciar a sus compañeros que les confiesen abusos a menores. La Iglesia en cambio, se niega
Sigo en los periódicos australianos -cada uno tiene sus aficiones extrañas- un enconado debate sobre las leyes contra la pederastia. Allí, un grupo de expertos ha recomendado que los sacerdotes sean juzgados si no denuncian a sus compañeros que abusan de niños. Y aquí viene lo llamativo: la norma también se extendería a los delitos que hayan descubierto a través del sacramento de la confesión. Es decir: su secreto profesional no les protegería de enfrentarse a los tribunales.
«No hay razón lógica de ningún tipo para que se esconda el abuso sexual a un niño en ninguna circunstancia», declaró a la prensa local Stephen Woods, víctima de un cura pederasta y uno de los máximos defensores de esta polémica medida. «Se trata de la actividad criminal más asquerosa que cabe imaginar. Y que una religión declare que tiene derecho a esconderlo es un argumento asqueroso».
Durante unos segundos, asiento en aprobación. Los abusos a menores son tan deleznables que sofocan cualquier debate. Los curas deben denunciar lo que sepan. Y más aún en un Estado aconfesional. Game over.
Pero la certidumbre dura hasta que me miro en el espejo: ¿qué haría yo en una situación parecida? Imagino, por ejemplo, que me ofrecen una entrevista con el capo de ISIS que ordenó los atentados de Barcelona. A cambio, tengo que aceptar que me lleven a la cita con los ojos vendados y que mi texto no aporte datos sobre su posible escondrijo a la Policía. ¿Aceptaría?
Les ahorro cualquier intriga: yo mismo me compraría el antifaz.
Un periodista no es nada sin su secreto profesional. Tampoco me agradaría que mi abogado se saltara su pacto de silencio. O que mi médico chismorreara sobre mi estado de salud. La sociedad civilizada requiere que ciertas profesiones tengan derecho a guardar secretos. Y no hay bien superior que justifique lo contrario.
¿Forman los sacerdotes parte de este grupo privilegiado? Uno de los bandos australianos opina que sí. «En la Iglesia católica, el cura ejerce de representante de Dios», escribe Joanna Moorhead en The Guardian. «Es un conducto, una especie de portavoz. En el confesionario, encarna la creencia fundamental de los cristianos: que todos podemos ser perdonados».
Esa última palabra es la que me rechina. Porque los sacerdotes no se limitan a escuchar y callar: también perdonan. Es decir, libran a los pederastas del único castigo, más allá de la cárcel, que pueden sufrir: el incesante martilleo de su conciencia por los abusos perpetrados.
Además, los detractores de la norma también argumentan que, en cuanto se aprobase, su utilidad desaparecería. Y es cierto: si los sacerdotes saben que sus compañeros pueden delatarles, dejarían de contarles sus abusos. Es decir, la ley quebraría el secreto de confesión sin obtener nada tangible a cambio.
Pero, paradójicamente, también podría ocurrir lo contrario: que la norma cumpla sus objetivos sin necesidad de aplicarse. Imaginemos que los pederastas dejaran de confesarse: ya no habría sacerdotes obligados a protegerlos para cumplir su obligación profesional, tampoco tendrían que perdonar los más abyectos delitos ni acarrear la culpa de no llevarlos directos a la comisaría.
Pero, sobre todo, tendríamos a los pederastas donde los queremos: carcomidos por la culpa, sin un oído amigo que los escuche y esperando que, tarde o temprano, la policía llame a su puerta para arrestarlos.