Hasta hace poco la religión no era más que una mera curiosidad en un mundo occidental cada vez más secularizado. Durante el último año han aparecido en la arena pública noticias diversas que ponían en cuestión la vigencia de lo que creíamos que era uno de los pilares de la sociedad occidental contemporánea: la laicidad. La pasada semana se asesinó vilmente y en nombre de la fe al Dr. Jaled Al Assad, pocos días después se cumplía el aniversario del asesinato del poeta Federico García Lorca. Demasiadas muertes en nombre de la religión para callar. También en los últimos meses se ha hecho referencia en diversos medios a la peculiar relación que tiene la universidad española con la religión: capillas, uso del velo islámico, propuestas de canonizaciones y un largo etc. de anomalías dentro de una sociedad que bien podría mirar hacia un ideal laico y republicano. Vaya pues esta reflexión en torno al papel de la religión en la universidad pública a ensalzar su memoria y la de todos los que perdieron la vida a manos del fanatismo y la intolerancia, no son pocos.
La universidad se constituye desde sus inicios como una institución ligada a la Iglesia cuando ésta detentaba una buena porción de poder temporal o, de otra manera, cuando las formas de vida religiosa servían no sólo para articular el espacio de la vida privada, sino también de la vida pública. Surge así la necesidad de formar al clero y, progresivamente a otros colectivos como médicos y juristas, de forma que la universidad está al servicio de la sociedad en la medida en que provee a ésta de un conjunto de profesionales cualificados para llevar a cabo tareas complejas que aseguren la reproductibilidad social. Por si fuera poco, la universidad como institución legitima tanto a determinados colectivos como a sus prácticas; lo que emana de la universidad es «saber» y como tal es también «poder». Así el docto tiene la misión de actuar competentemente y actúa porque así ha sido instituido. La presencia de símbolos y ceremonias religiosas es constante y tiene un papel igualmente instituyente y legitimante; recuérdense las pintorescas ceremonias de colación de grados, la preeminencia de las extintas facultades de teología o de las cátedras de derecho canónico en la historia de la institución, los juramentos referentes a la defensa del dogma o la sumisión a la autoridad eclesiástica de la que, por otra parte, emana también la legitimidad de la propia institución. No voy a circunscribir la idea de progreso precisamente a una institución que, en determinadas épocas, ha sido el bastión del oscurantismo y ha hecho que, por ejemplo, se prodigaran las Academias que, como la Royal Society, lideraron el progreso científico lejos de cualquier influencia religiosa. Sea como fuere, a día de hoy la universidad es una institución que preserva, transmite y genera saber y, además, éste no es simple poder, sino que se presenta como valor económico en una sociedad de la información y el conocimiento. Está por ver que genere también valor moral, máxime cuando se margina el librepensamiento o, lo que es lo mismo, se dejan de lado los saberes críticos en aras a una pretendida eficiencia económica y un argumento de distribución de la riqueza. Pero de eso ya se hablará en otro momento.
La presencia de la religión en el ámbito académico no es extraña y perdura hasta el presente siglo de manera sutil. Bien sea mediante la presencia de clases de religión católica «y su didáctica» en los grados de educación, de pastorales universitarias, de capillas y misas o de símbolos religiosos en actos protocolarios como sucede con la apertura de curso de la Universidad de Salamanca. La situación ha ido cambiando con el progresivo advenimiento de la Modernidad y, en particular, con el avance del pensamiento ilustrado y liberal. Éste ha consagrado el laicismo como característica deseable de toda sociedad bien ordenada y ha recluido las manifestaciones religiosas al ámbito privado, haciendo de la esfera pública un espacio de supuesta neutralidad al menos en materia religiosa.
La pregunta es la siguiente: ¿qué tendrá la religión que en todas partes se inmiscuye? Quizás las respuestas no vengan tanto del caso con el que se iniciaba esta reflexión como de los últimos atentados perpetrados por el Estado Islámico. En efecto, el creyente justifica cualquier acción por la sencilla razón de que está legitimado para ello. Las creencias no se tienen dubitativamente, sino que uno está firmemente arraigado en ellas. Su máxima expresión es el fanatismo y la intolerancia de la que ha sido testigo la historia europea entera. El laicismo y la tolerancia tienen siempre un poso de escepticismo burgués que pone en entredicho lo intangible o la acción contundente que no tenga vuelta atrás. Con ello se enarbola la bandera de la tolerancia y de la neutralidad. Pero no nos llamemos a engaño, tal pretendida neutralidad es inexistente. Ni la hay ni es deseable que la haya. Y no la hay porque hasta ahora y, pese a nuestras propias contradicciones como la presencia de una capilla en una universidad, todos teníamos más o menos claro una serie de asunciones que muy bien pueden condesarse en la Declaración de los derechos humanos. Esos mismos derechos constituyen la substancia irrenunciable del suelo que pisamos; las creencias a las que no estamos dispuestos a renunciar y que, entre otras cosas, justifican la dignidad de la vida y el respeto a la misma sin que pueda ser violentada por creencia alguna. En fidelidad a esas mismas creencias que tanto ha costado asegurar y que han posibilitado una existencia medianamente tranquila y perfectible en el occidente civilizado, debemos mantener fuera del ámbito académico la religión. Pues un espacio que, como la universidad, queda destinado íntegramente al progreso de la humanidad, el conjunto de creencias que denominamos religión y que hemos acordado circunscribir al espacio privado no tienen cabida. Podrá haber bibliotecas especializadas en religión, estudios de ciencias de las religiones, laboratorios o zonas de ocio, pero no capillas ni santuarios. La tolerancia no es lo mismo que el tolerantismo ni que la mercantilización de lo público en aras a su misma banalización. A la universidad le es obligado formar no sólo a los futuros médicos, abogados o filósofos, sino sobre todo a ciudadanos críticos capaces de participar en la vida colectiva de manera competente. Los responsables académicos como decanos, rectores, o consejeros de educación deberían tener bien clara esta cuestión al margen de su militancia política o ideología personal.
Andrés Jaume. Doctor en Filosofia per la Universidad de Salamanca. Professor a la UIB