Pone en tela de juicio la fiabilidad de las cuentas del tribunal eclesiástico, donde «no se exigían facturas para justificar lo que se anotaba como gasto», en la sentencia por la que condena a un juez y una notaria diocesanos por un desfalco de 3.840 euros.
“Parece que en relación con el libro de caja no se llevaba un control estricto de apuntes ni conceptos puesto que no se exigían facturas para justificar lo que se anotaba como gasto”, señala la magistrada del Juzgado de lo Penal número 1 de Zaragoza, Pilar Lahoz, en la sentencia del último capítulo judicial de la guerra de las sotanas que viene sacudiendo el arzobispado de la capital aragonesa desde que hace ya cinco años Roma ordenara la destitución de Manuel Ureña en una medida inusual en la iglesia occidental.
La sentencia, que declara al exvicario judicial Roberto Ferrer culpable de un desfalco de 3.840 euros y a la notaria Carmen Amador cómplice de esa apropiación y por las que les impone sendas condenas de 21 y nueve meses de cárcel con las que eludirán el ingreso en prisión por carecer de antecedentes, pone sobre la mesa, negro sobre blanco, algo que ya quedó bastante claro en el juicio, celebrado a mediados de julio.
Esa falta de control en las cuentas de los tribunales diocesanos incluye situaciones como una perito psicológica que aseguraba bajo juramento que siempre cobraba en cheques al portador y que “nunca” había firmado un recibo al serle entregados, o el cuadro que describía uno de los controller de la institución: anotaba gastos de simposios sin el soporte documental de ninguna factura, los libros de cuentas no estaban sellados ni diligenciados, los abogados cobraban con talones al portador y sus honorarios se registraban sin referencias al procedimiento en el que había intervenido para acabar admitiendo que no había “ninguna comprobación” sobre los ingresos ni sobre los gastos.
El testimonio de otro controller, el que aseguró haber puesto sobre la pista del posible desfalco al económo y al arzobispo, Vicente Jiménez, también tenía aristas: tuvo la primera pista sobre las eventuales irregularidades “unas semanas” después de haber sustituido a Ferrer como juez diocesano a primeros de julio de 2015 y, sin embargo, aprobó las cuentas de este en febrero del año siguiente sin detectar ninguna anomalía.
Un asunto con misterios sin resolver
Al final, la magistrada ha optado por condenar al exjuez y la exnotaria, respectivamente, como autor y como cómplice de un delito de apropiación indebida por la emisión de once cheques por un valor conjunto de 3.840 euros entre enero y junio de 2015.
El primero, que según la sentencia dio instrucciones a la segunda para que emitiera esos cheques y señalara que correspondían a los honorarios de un perito que en realidad llevaba unos meses trabajando gratis por decisión propia, se hizo con esa cantidad “de una forma irregular, sustrayéndolo a cualquier control y a la supervisión por parte del ecónomo diocesano” y “disponiendo de ese dinero sin que conste que lo empleara para gastos del tribunal. La disposición legítima se convirtió en una disposición ilegítima”.
¿Y para qué iba a darle esas instrucciones a Amador cuando él tenía firma autorizada para sacar dinero de esa cuenta? Es otro de los misterios de un caso en el que las cuentas del tribunal “recibieron la conformidad del Consejo Diocesano para Asuntos Económicos del arzobispado” y en el que la cobertura de los gastos de una familia necesitada que también esgrimía la archidiócesis, que ejercía la acusación particular, siguieron produciéndose tras el despido de la notaria y la renuncia del juez.
Este había alegado que sacó el dinero para cubrir gastos del tribunal y para compensar otros que él había adelantado de su bolsillo, extremos que la sentencia considera no acreditados. “El concepto que se hacía figurar documentalmente para la retirada del banco no era el real y no ha justificado que empleara ese dinero para gastos del tribunal”, señala.
La ‘guerra de las sotanas’
En cualquier caso, Ferrer y Amador fueron dos piezas clave en la ‘guerra de las sotanas’, la cual, a falta de conocer la decisión de la Audiencia de Zaragoza sobre el recurso que las defensas preparan contra esta sentencia para cerrar su vertiente judicial, ha conllevado la imputación de dos arzobispos: Jiménez como sospechoso de espiar a la notaria y Juan José Omella, cardenal de Barcelona, al que el excura de Épila (Zaragoza), Miguel Ángel Barco, acusaba de haber maniobrado para lograr expulsarlo del sacerdocio.
Ambas causas están archivadas: la de Jiménez, a la espera de que el Constitucional aclare los límites de la intimidad cibernética de los trabajadores y después de que la Agencia de Protección de Datos sancionara a la archidiócesis por filtrar información referente a Amador; la de Omella, directamente por falta de pruebas, según informó El País.
Las disputas por el poder en el seno de la iglesia zaragozana, en las que sectores como los cristianos de base y los jesuitas se alineaban con Omella y el fallecido Elías Yanes frente a los tradicionalistas y ultraconservadores de Ureña, apoyado también por el Opus Dei, trascendieron tras el cese de este, que él llegó a presentar como una renuncia por motivos de salud en la misma comparecencia en la que aseguraba que “físicamente no me encuentro mal”.
Ese cese llegó tras la polvareda levantada por el finiquito de un diácono que recibió 105.000 euros (60.000 más 45.000 para impuestos) a cambio de abandonar la carrera religiosa tras haber acusado de haber abusado sexualmente de él a Barco, quien antes de llegar a Épila había sido secretario personal de Ureña en Alcalá. El Vaticano da por probado que tuvo una hija en esa etapa.