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Una elección papal marcada por la ausencia de grandes figuras

Conservadores o liberales, en el pasado muchos cardenales sobresalían como figuras de talla mundial

“La Iglesia se ha achicado”, asegura un teólogo brasileño. Y añade: “Aquí, en Latinoamérica y en todo el mundo”. Se refería al hecho ya denunciado por el experto Bernardo Barranco de que los cardenales de hoy prácticamente son todos “conservadores y opacos”. En el pasado —baste pensar a los que participaron al Concilio Vaticano II— existían grandes figuras con la púrpura cardenalicia. Podían ser conservadores o liberales, pero sobresalían no solo como jerarcas de la Iglesia sino como figuras con fama mundial.

América Latina siempre tuvo pocos cardenales, pero a pesar de ello, en el pasado destacaron en todo el mundo. En Brasil, por ejemplo, basta recordar al cardenal Aloisio Lorscheider o a Evaristo Arns, hoy con 91 años, el más anciano del Colegio cardenalicio. Ambos fueron figuras que se destacaron en el concilio. Se distinguían por su defensa de los derechos humanos y sus anatemas contra los dictadores. Hubiesen sido dos grandes papas.

¿Dónde están hoy figuras como aquellos cardenales del concilio, tanto liberales como conservadores? Cardenales como Bernardus Johannes Alfrink, Leo Jozef Suenens, Giacomo Lercaro, Giuseppe Siri, Domenico Tardini o Josef Frings tenían talla a mundial. Y aún antes del concilio, figuras como los cardenales Mastai Ferreti (Pío IX), Giuseppe Sarto (Pío X), Achille Ratti (Pío XI) o Eugenio Pacelli (Pío XII), que acabaron todos papas. Prescindiendo de sus ideologías eran grandes figuras, conocidas fuera de sus países.

Los cardenales que elegirán al nuevo pontífice fueron elegidos por los papas Juan Pablo II o Benedicto XVI, todos en una clave conservadora y sin brillo. Y muchos de los cardenales creados por Ratzinger habían sido consagrados obispos por Juan Pablo II, personajes también sin gran relieve.

En el pasado no solo muchos cardenales eran famosos a nivel internacional, sino incluso simples obispos que nunca llegaron a cardenales. En Brasil al obispo Helder Cámara con sus luchas a favor de los derechos humanos en plena dictadura militar. Fue hasta propuesto para el Nobel de la Paz. Torturaron y asesinaron a su mayor colaborador y su casa fue acribillada por las balas.

En los años ochenta, el IPI (Instituto Internacional de Prensa), me pidió para su reunión anual celebrada en Berlín con 400 directores de los mayores periódicos del mundo, que les llevara al entonces obispo brasileño Helder Camara. No necesité presentarle. Nada más pronunciar su nombre estalló un aplauso en la sala. Habló diez minutos y fue aplaudido en pie por los 400 directores de periódicos durante 15 minutos.

¿Dónde hay hoy en África un cardenal como Lauren Rugambwa, el primer purpurado negro, que en pleno Concilio, me dio una lección cuando lo entrevisté en Roma. Le había preguntado cuáles consideraba que eran los grandes problemas de la Iglesia en aquel momento. “Ese es vuestro problema de occidentales. Pensáis que existen problemas y soluciones únicas para todo el mundo”, me dijo y despidiéndose con una media sonrisa añadió: “Incluso en mi diócesis, en África los problemas son distintos en cada tribu. Tenemos que ser realistas”.

En el pasado hasta los cardenales considerados conservadores tenían una gran personalidad. No tenían miedo a comprometerse. Hablaban con la prensa abiertamente. Recuerdo al cardenal Alfredo Ottaviani, prefecto del entonces Santo Oficio. En una entrevista se llamó a sí mismo “el cancerbero de la fe”. Y lo era, pero no tenía miedo de reconocerlo.

O el cardenal Siri, arzobispo de Génova, feroz antimarxista y teólogo conservador pero al que los trabajadores del puerto de Génova llamaron para que le aconsejara en una famosa huelga. En el cónclave en el que fue elegido Karol Wojtyla hubiera podido ser papa de no haber dado la víspera una entrevista criticando algunas afirmaciones del Concilio Vaticano II. Era un cardenal sin miedo.

Hoy, la política para subir en el escalafón de la Iglesia es el silencio, pasar desapercibido, el no hacer declaraciones que puedan molestar a Roma. Mantener un perfil bajo, opaco.

Un catedrático de Historia me hacía ver días atrás que la Iglesia con tan poco brillo en sus figuras jerárquicas, está quizás padeciendo el mismo mal de la sociedad civil y política, donde tampoco brillan ahora grandes estadistas. Y eso no solo en Europa sino en todo el mundo

Hoy predomina el miedo y la mediocridad. En la política y en la Iglesia. En esta última, su cerrazón en querer mantener, por ejemplo, un celibato obligatorio, contrario a la mejor tradición de las primeras iglesias cristianas donde, desde Jesús de Nazareth hasta los apóstoles, papas y obispos estaban todos casados y con familia, le está creando graves problemas.

No me refiero solo a los escándalos de abusos de menores. Hay algo más: el miedo a que alguien de la jerarquía pueda acabar con problemas de sexo hace que al escoger a los cardenales se mire con lupa más su vida personal que su preparación teológica, cultural o pastoral. Y así acaban siendo nombrados ya muy mayores, ya que los jóvenes obispos podrían caer en la “tentación de la carne”. El miedo, en cualquier institución, acaba paralizándola. En la Iglesia, también.

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