Emboscado en esa crisis, este gobierno tiene el afán de colar su reaccionarismo ideológico en la vida común de las personas
La Iglesia católica celebra como victoria lo que es sin duda una derrota. Cuando una institución logra estar presente en una sociedad democrática de una manera no impuesta sino por libre elección de los ciudadanos quiere decir que hay algo en ella que responde a las necesidades de un número representativo de gente. Pero lo que la Iglesia católica ha presenciado después de su feliz convivencia con la dictadura franquista ha sido que en estos años de democracia se han vaciado los conventos de aspirantes, las iglesias de fieles, un número elevado de ciudadanos han optado por celebrar bodas civiles y en los colegios se ha percibido una tendencia creciente a abandonar las aulas de religión, que si no ha sido más llamativa se ha debido a que la escuela no ofrecía alternativas interesantes.
Mientras otras instituciones como el ejército o la Guardia Civil fueron asumiendo su papel subordinado al Estado, la Iglesia, que nada debiera tener con él, sigue actuando como si gozara del derecho inapelable a intervenir en la educación pública. La decisión de este Gobierno de convertir la religión católica en materia que cuente para la media final de los alumnos es una demostración de cómo sigue habiendo ciudadanos de primera y de segunda; en esa segunda división no solo están los ateos, sino aquellos que profesan otras religiones o esos otros que, aún siendo católicos, creen que la escuela pública tiene el deber de ser laica.
Emboscado en esa crisis que a decir del presidente es lo único que importa, este Gobierno tiene el afán de colar su reaccionarismo ideológico en la vida común de las personas. La inclusión de la religión en el currículo es una derrota para una parte de la ciudadanía, pero cuidado, también lo es para la Iglesia que solo mediante la imposición y la intromisión política cree que podrá recuperar a todos aquellos que ha perdido.
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