El título Historia universal de la infamia, utilizado por Jorge Luis Borges en 1935, bien podría ser utilizado en nuestros días para escribir un recuento en el cual pudiesen compilarse las infamias cometidas a nombre de la fe, y mediante las cuales se difamó, agredió, marginó e incluso se llegó al asesinato de grandes genios y personas de carácter libertario.
René Girard explica en uno de sus numerosos textos, El chivo expiatorio, que hay un mecanismo represor, instituido desde las esferas del poder en sus múltiples manifestaciones, mediante el cual se identifica a una víctima en el ánimo de reprimir el cambio social o bien de reproducir lo que el autor denomina como la violencia mimética.
En otros textos he aludido reiteradamente los casos de Guillermo de Ockham y de Marsilio de Padua, quienes fueron acusados como herejes, simoniacos y apóstatas, siendo fervientes defensores de la fe católica. Todo por actuar de manera crítica ante los dogmas, la irracionalidad y la búsqueda inmoral del poder.
Hoy que el Vaticano se encuentra una vez más en medio de un episodio de aparente corrupción, debido al supuesto traslado de decenas de millones de dólares de particulares para ser “blanqueados” por el banco del Vaticano, es importante recordar que las iglesias, prácticamente todas, han actuado siempre con base en la manipulación, la violencia, la intolerancia y, en síntesis, en lo que bien podría llamarse la “mala fe”.
El tema para nuestro país es de una relevancia mayor. El análisis sociológico, nos lo advertía Max Weber, no puede obviar la presencia y la influencia en la mentalidad ?en el sentido de la acción y en la propia acción de las personas? del pensamiento religioso y de la introyección de dogmas religiosos como criterios de actuación individual y colectiva.
Debe reiterarse una y otra vez que, ante la evidencia histórica de la perniciosa influencia de las religiones en el poder civil, todos los teóricos del poder coinciden en la sana y necesaria separación del Estado con respecto a cualquier institución de carácter confesional. De hecho, una democracia no podría asumirse como tal de tener como principio la exclusión de formas múltiples de pensar y vivir la vida y, peor aún, la intolerancia religiosa.
De ahí que la defensa del Estado laico no puede ser confundida con lo que podría denominarse como “anticlericalismo”; esta diferencia es fundamental, porque permite comprender que un régimen plenamente democrático es aquel que garantiza para todas y todos, el libre ejercicio del pensamiento, creencias espirituales, y su libre expresión en el marco del respeto a la pluralidad de visiones.
De esta forma, en un país en donde prácticamente el 80% de la población declara ser católica, el reto para el Estado se encuentra en garantizar el carácter laico de todas sus instituciones, y el principio de la pluralidad y la tolerancia religiosa en todas sus decisiones de política pública.
Debe comprenderse también que el pensamiento religioso no es en sí mismo excluyente. Sin embargo, la evidencia histórica muestra que al institucionalizarse, el mundo de la religión se transformó en un espacio de poder efectivo, que en numerosas ocasiones se ha tornado en un pensamiento intolerante y violento.
Retomando los ejemplos históricos, habría que pensar en el caso del maestro Eckhart, quien fuera declarado no sólo como herético sino como temerario ante el poder de Roma por expresar y escribir tesis desde las cuales se criticaba el materialismo y la frivolidad de las altas esferas el poder religioso.
La bula de excomunión expedida por Juan XXII dice lo siguiente: “Nosotros, bajo el consejo de los hermanos nombrados, condenamos y reprobamos expresamente como heréticos; como malsonantes, temerarios y sospechosos de herejía, todos los libros y opúsculos de este Eckhart. Sí así alguien osara sostener obstinadamente o aprobar estos artículos, es nuestra voluntad y ordenamos que, contra quien defendiese o aprobara los textos arriba citados, sea tratado como herético y sea considerado como sospechoso de herejía.”
Eckhart sostenía cosas como la siguiente: en los proverbios que se le atribuyen, puede leerse la siguiente pregunta: “¿qué es el nacimiento de Dios?, y dijo que “el nacimiento de Dios en el alma no es otra cosa que el revelarse de Dios al alma, en un nuevo saber y en un nuevo modo”.
Si por decir estas cosas este hombre sabio fue condenado como hereje, imagine usted lo que personas como el citado Papa Juan XXII estarían dispuestos a hacer en contra de quienes hoy, por ejemplo, defienden la libertad sexual, el libre ejercicio de los derechos reproductivos de las mujeres, o bien la unión de personas del mismo sexo.
Defender al Estado laico implica buscar dentro de las reglas del juego democrático, que personas con mentalidades como la de Juan XXI estén impedidos para tomar decisiones desde las instituciones públicas; porque al hacerlo simple y llanamente le dan la espalda a la Constitución y a los principios de convivencia tolerante en una social civilizada.
Una historia universal de la infamia contemporánea debería incluir todos los actos de barbarie cometidos en nombre de Dios (cualquiera que se asuma), y reivindicar la capacidad de crítica, de rebelión sensata, y hasta de lo que ha sido considerado como sospechoso. Por ello, en nuestros días, más nos vale emitir un firme voto a favor de la herejía.