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Mercedes Chiva, que denuncia abusos de un jesuita, frente al edificio de Rubí, Barcelona, donde se encontraba la iglesia de Sant Feliu, en la que el acusado era párroco. Foto: Gianluca Battista

Un tercer informe de pederastia en el clero con 50 nuevos casos eleva a 500 los clérigos acusados en un solo año

El nuevo dosier de EL PAÍS, entregado a la Conferencia Episcopal y al Defensor del Pueblo, recopila 79 testimonios. Muchos lo contaron en su día, pero la Iglesia no hizo nada. “España necesita que haya una denuncia masiva para que las cosas cambien”, dice una de las víctimas

EL PAÍS puso en marcha en 2018 una investigación de la pederastia en la Iglesia española y tiene una base de datos actualizada con todos los casos conocidos. Si conoce algún caso que no haya visto la luz, nos puede escribir a: abusos@elpais.es. Si es un caso en América Latina, la dirección es: abusosamerica@elpais.es.

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La Iglesia española sumará a su investigación de la pederastia en el clero un tercer informe de EL PAÍS, entregado al presidente de la Conferencia Episcopal (CEE) y al Defensor del Pueblo, que recoge 79 testimonios con acusaciones a 70 sacerdotes, religiosos y seglares de instituciones religiosas, de los cuales 50 nombres eran desconocidos hasta ahora. En el dosier se cuentan 103 víctimas. De este modo, el total de casos recopilados, investigados y entregados por este diario, asciende a 500 en el plazo de un año, al sumar este tercer estudio a los presentados en diciembre de 2021 y junio de 2022, presentados también al Vaticano. En total, los tres suman más de 1.000 páginas. Es un aumento vertiginoso que ha doblado en 12 meses el número de casos conocidos en España: ahora son 906, con 1.713 víctimas, desde los años cuarenta a la actualidad. Y hace solo cuatro años, cuando este periódico comenzó su investigación, eran solo 34. Teóricamente, era un problema que en la Iglesia española no existía. En realidad, este diario ha usado el criterio más restrictivo para contabilizar las víctimas, solo por testimonios directos, pero pueden ser miles, porque en decenas de casos los denunciantes hablan de agresores que pasaron años en colegios o seminarios. Las cifras que se conocen provienen de la contabilidad que lleva EL PAÍS, la única existente ante la ausencia de datos oficiales o eclesiásticos, con una base de datos abierta que reúne todos los casos que han trascendido a través de los medios o sentencias judiciales. En tan solo un año, la jerarquía eclesial española ha tenido que hacer frente a más denuncias que en todo el siglo XX y el actual. No obstante, nada se sabe aún de cómo las ha gestionado y la transparencia sigue siendo nula.

Ante el conocimiento de cualquier noticia de abusos, la Iglesia católica está obligada por las normas canónicas a abrir una investigación de cada caso, aunque es una labor fragmentada e imprevisible: cada diócesis y cada orden afectadas se investigan a sí mismas y lo afrontan por su cuenta, según sus diferentes criterios y sensibilidades. Como en las ocasiones anteriores, este diario ha protegido en el informe la identidad de los denunciantes, pero se ha puesto a disposición de la Iglesia para facilitar el contacto con ellos cuando así lo deseen, y que puedan colaborar en la investigación. No obstante, la actitud de las autoridades eclesiásticas, que nunca ha querido revelar los casos que conoce, ofrece poca credibilidad para la mayoría de las víctimas. Incluso muchas de las que han accedido a colaborar en muchos casos han salido decepcionadas ante el trato recibido y la escasa voluntad de investigar. La novedad, desde julio, es que ya hay una alternativa institucional, la comisión de investigación del Defensor del Pueblo, que lleva recogidos más de 400 testimonios. Esta iniciativa fue aprobada por el Congreso en marzo, a raíz del impacto del primer informe de EL PAÍS. La Iglesia también reaccionó por primera vez y encargó en febrero una auditoría a un despacho de abogados de Madrid. También pasó de decir durante años que eran “muy pocos casos” a admitir de golpe 506 denuncias en marzo.

En este tercer informe, el tipo de abusos va desde tocamientos por encima de la ropa hasta violaciones continuadas en el tiempo. Las edades oscilan entre los cuatro y los 17 años, aunque la media más común va de los 10 a los 14. En la mayoría de los casos (un 96,68%), las víctimas son hombres. El caso más antiguo es de 1955 y el más reciente, de 2002. Por décadas, seis casos son de los años cincuenta, 17 de los sesenta, 25 de los setenta, 12 de los ochenta, siete de los noventa y solo dos corresponden al nuevo siglo. Todos han prescrito ante la justicia penal. El 80% incumbe a órdenes religiosas. Los 14 casos restantes señalan a clérigos de 12 diócesis: Ciudad Real, Zaragoza, Tarazona, Tenerife, Teruel, Zamora, Plasencia, Ourense, Orihuela-Alicante, Málaga, Barcelona y Jaén.

Suso Valeiras, de 65 años, es una de las víctimas que escribió a EL PAÍS en junio, días después de que los obispos recibieran el segundo informe. Se enteró a través de la radio de la existencia del correo electrónico del diario donde podía escribir para contar su historia. No lo dudó: “Cuento mi caso para que compute como uno más y para que más gente se anime a contar si sufrió abusos. España necesita que haya una denuncia masiva para que las cosas cambien de una vez”. La historia que relata ocurrió durante el verano de 1970 en su pueblo, Carballino, en Ourense. Tenía 12 años y ese curso las asignaturas suspensas se le amontonaron. Para remediar sus malas notas, un tío suyo que era cura presentó a la familia a un amigo fraile que pasaba las vacaciones en la localidad para que le diera clases particulares. “No recuerdo el nombre. No era del pueblo, pero iba a veranear a él. Estaba en una especie de pensión, donde me acerqué a que me diera clases de latín y francés. No sé cómo, pero el primer día me llevó a la habitación, cerró la puerta, se quitó el hábito y lo colgó en la puerta. Me quedé medio desnudo y se masturbó encima de mí. Recuerdo que luego me repitió constantemente: ‘No se lo digas a nadie, no se lo digas a nadie…”, narra.

Pero Valeiras no le hizo caso. Al llegar a casa se lo contó a su madre: “Yo no entendía la gravedad, creo que si lo hubiese entendido no lo hubiese contado. Sé que mis padres fueron a la policía y lo denunciaron”. Dice que recuerda que a los pocos días se acercó a la estación de autobuses a mirar los horarios. “Me lo encontré sentado en un banco junto con dos hombres. Creo que serían dos personas que se lo llevaban detenido. Me miró con rabia y enfadado. Yo me asusté y salí corriendo”, explica. Su hermana mayor le contó años después que por aquellos días se presentó en su casa el obispo de Ourense, que entonces era Ángel Temiño Sáiz, para pedirles a sus padres que retirasen la denuncia. “Les dijo, me cuenta mi hermana que estaba allí, que él se encargaría de que el fraile pagase por lo que me hizo. Y mis padres retiraron la denuncia”, afirma Valeiras. Este diario ha intentado sin éxito obtener la versión de la diócesis.El encubrimiento que señala esta víctima es otra de las realidades que vuelve a aparecer en este tercer informe. Al menos 26 cargos eclesiásticos están acusados de encubrir abusos en este dosier, y cuatro de ellos eran obispos. EL PAÍS ya ha publicado este verano una lista de 39 obispos españoles sospechosos de encubrir o silenciar casos de abusos, pero la Iglesia no ha mostrado ninguna reacción y no ha tenido ninguna consecuencia.

Suso Valeiras, que denuncia abusos sexuales de un fraile en Ourense en 1970, cuando era niño, frente a la puerta de una iglesia en Asturias.
Suso Valeiras, que denuncia abusos sexuales de un fraile en Ourense en 1970, cuando era niño, frente a la puerta de una iglesia en Asturias. Paco paredes

Hasta la entrega de este tercer dosier solo había una provincia española que no registraba ningún caso: Guadalajara. Este es el motivo por el que Vicente Carrasco escribió a EL PAÍS. “Cuando leí que era el único sitio donde no se registraban abusos de la Iglesia, no me lo pensé y envié un mail. Entre 1982 y 1984, en el colegio marista de Guadalajara, Antonio Tejedor Mingo tocaba a los niños durante las clases de pretecnología”, relata. Los alumnos lo apodaban El Morsa, por su gran bigote. Carrasco, que no sufrió abusos, afirma que vio cómo este marista metía sus manos por debajo del chándal de al menos 15 alumnos de entre 12 y 14 años, que puede enumerar con nombre y apellidos. Según su testimonio, El Morsa, que también daba clase de religión y gimnasia, se sentaba tras su escritorio en el aula y cuando los estudiantes acudían a preguntarle algo introducía su mano por detrás del pantalón. “Una vez incluso tenía uno a cada lado, las dos manos rebuscando dentro de los pantalones de dos adolescentes. Recuerdo todo esto porque no estarían a más de cuatro metros de mí. Llevo callado desde 1982 porque a mí no me pasó nada, a mí no me metió mano aquel monstruo, pero lo veía día sí y día no”, afirma.

Uno de esos chicos de los que habla Carrasco es Bautista (nombre ficticio), que también ha contactado con este diario. “Yo fui uno de los niños a los que Antonio Tejedor Mingo, El Morsa, les metía la mano por dentro de la camisa durante las clases. Lo hacía delante de todo el mundo, no se escondía. Siempre éramos los que teníamos un aspecto más de niño. Lo hacía mientras se paseaba entre los pupitres y explicaba alguna cosa durante sus clases de pretecnología. No sé si hacía cosas más graves en privado”, describe este exalumno, que afirma que los tocamientos no le causaron ningún trauma. “Ahora lo ves y sabes que eso no era correcto. He escuchado historias de compañeros que afirmaban que otros alumnos lo pasaron peor. Cuento esto porque quizá pueda ayudar a alguien que lo pasó peor que yo”, concluye. Sobre lo que hacía Tejedor con otros alumnos en privado también habla otro exalumno que prefiere guardar el anonimato. Según su relato, el acusado tenía una oficina al lado de la puerta de salida a los patios, con una puerta de madera con un cristal esmerilado. Un día, durante el curso de 1978, acudió a pedirle un balón para jugar al fútbol “Me acerqué a la puerta y llamé a la misma con mis nudillos. El Morsa contestó muy nerviosamente desde dentro: ‘Espera, espera un momento’. Descorrió el cerrojo y un alumno salió corriendo por el hueco de la puerta subiéndose el pantalón de deporte. Al entrar, estaba el profesor también ajustándose el pantalón del chándal”, describe.

Vicente Carrasco, testigo que acusa al religioso Antonio Tejedor, alias El Morsa, de abusar de al menos 15 alumnos del colegio marista de Guadalajara entre 1982 y 1984. / UNAI ARANZADI
Vicente Carrasco, testigo que acusa al religioso Antonio Tejedor, alias El Morsa, de abusar de al menos 15 alumnos del colegio marista de Guadalajara entre 1982 y 1984. / UNAI ARANZADI

Carrasco cuenta que escribió hace meses a la orden para que investigasen lo sucedido. Un marista, “encargado de gestionar los temas de abusos”, le propuso quedar en persona para pedirle perdón. “Yo no necesito que me pidan perdón, no soy una víctima. Yo quiero que investiguen”, dice Vicente. En septiembre volvió a contactar con la orden para que le informasen sobre qué habían averiguado en la investigación. La respuesta fue que necesitaban que una víctima se comunicara con ellos para iniciar las pesquisas. También se comprometió a escribir a las víctimas que conocía para que denunciasen su caso a los maristas. “No me quisieron decir si El Morsa seguía activo o lo habían apartado”, dice Carrasco. Actualmente, Tejedor ocupa el cargo de delegado de SED, una ONG caritativa religiosa vinculada a la orden marista. La orden confirma que este testigo contactó con ellos, pero asegura que sí ha abierto una información y que no tienen “constancia en estos momentos de ninguna víctima”.

El caso de Mercedes Chiva, vecina de Rubí, Barcelona, que se quedó huérfana de padre siendo niña, es otra modalidad que se repite: el cura que se hace amigo de la familia y se mete en casa. En este caso, literalmente, porque empezó yendo a comer, luego se quedaba a dormir, viajaba con ellos y usaba su coche. “Al final, casi vivía con nosotros”, relata Chiva. “Hacía las veces de padre conmigo y con mis dos hermanos. Nos pegaba y nos gritaba”. Este cura era un jesuita, Roberto Pascual Martín, y Chiva denuncia que abusó de ella desde los 13 a los 14 años, en 1976. También lo hizo con su prima, asegura. Era el director de la escuela Nuestra Señora de Montserrat de Rubí y dirigía la parroquia de San Félix, en el barrio de El Pinar.

El jesuita Roberto Pascual Martín, acusado de abusos de menores en Rubí, Barcelona, en una imagen tomada en esta localidad hacia 1977.
El jesuita Roberto Pascual Martín, acusado de abusos de menores en Rubí, Barcelona, en una imagen tomada en esta localidad hacia 1977.

“Los tocamientos empezaron en octavo de EGB, en mi casa. Decía: ‘Vamos a repasar la lección’. Venía a mi cuarto y cerraba la puerta. Se sentaba a mi lado y empezaba a tocarme. Yo me angustiaba porque no sabía hasta dónde podía llegar esa mano. Era horrible estudiar con su boca a mi lado”. Recuerda que le regalaba de todo, “me llevaba al Corte Inglés y me compraba lo que quería”. Con 14 años, un día le dijo: “No me haga esto nunca más”. Y no se repitió.

Pero luego empieza otra larga historia de pedir ayuda en la Iglesia y recibir solo indiferencia y encubrimiento del acusado. Hacia 1980, con 18 años, lo contó en confesión al padre Joaquín Rius, párroco de San Pere, en Rubí. “Se puso furioso. No sé qué hizo, pero al cura lo trasladaron de inmediato, creo que a un centro de jesuitas en Tarragona. Supongo que siguió en contacto con menores”. Los jesuitas aseguran que no tenían conocimiento de ninguna denuncia contra Roberto Pascual Martín. En 2005, al querer pedir la nulidad de su matrimonio, volvió a contar los abusos a las monjas de las Hermanas de la Sagrada Familia de Urgell, con quien tenía mucha amistad, y ellas informaron de inmediato al obispo de Gerona, Carles Soler Perdigó, que la remitió al tribunal eclesiástico, en Barcelona. “Me entrevisté con el vicario judicial, Xavier Bastida. No me dijo nada. Luego tampoco me informó de nada. Ni sé si hizo algo”. En 2010 lo denunció a los Mossos d’ Esquadra: “Me informaron de que había prescrito, y no hicieron nada, que yo sepa”.

En 2022, después de leer en EL PAÍS las informaciones de casos de abusos, contactó con los jesuitas. Está agradecida por el apoyo que la orden le ha dado, que le ha costeado el acceso a terapia, y dice haberse sentido “acogida y comprendida”. “Pedí tres cosas: que mi agresor no ejerciera, que no esté en contacto con menores y una carta suya de disculpa. Me dijeron que lo han enviado a una casa de jesuitas en San Cugat, pero llevo ocho meses esperando y ni siquiera me ha pedido perdón. Y yo no pido nada más, no busco dinero. Esa carta es la paz que yo necesito. Y no sé qué proceso están siguiendo, debería recibir una reprimenda, que sepa por qué se lo traslada, no porque es mayor y es diabético”. La Compañía de Jesús explica que los procesos de justicia restaurativa son lentos, pero siguen trabajando en ello y están a disposición de todas las víctimas. Mercedes Chiva concluye: “Quiero que se sepa la verdad. Necesito que esto tenga un punto final, es como si me persiguiera. Necesito justicia. Estos delitos no pueden prescribir. Nos roban el alma, matan a las personas. Y luego dicen que tenías que haberlo dicho, o que te lo estás inventando. A la mayoría de la gente a quien yo se lo he contado no me ha hablado nunca más”.

Si conoce algún caso de abusos sexuales que no haya visto la luz, escríbanos con su denuncia a abusos@elpais.es. Si es un caso en América Latina, escríbanos a abusosamerica@elpais.es.

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