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Un porompompón de miedo

¿Qué se puede esperar de un país que se lanza a las calles en masa cuando llegan las fiestas de Semana Santa para portar crucificados y vírgenes a cuestas, tocar tambores hasta sangrar y procesionar día y noche como si el fin del mundo fuera a llegar en cualquier momento?

Me lo dijo el poeta Antonio Gamoneda volviendo en avión de Israel, a donde habíamos acudido para participar en unas lecturas de poesía en Jerusalén. Hablábamos de León, la ciudad que nos une y nos separa a la vez (él vive en ella y yo fuera, pero los dos la amamos y la sufrimos) y le preguntaba yo la razón de que nuestros paisanos sean tan conservadores y si, en su opinión, eso cambiará algún día. “Pero Julio… —me contestó Gamoneda con condescendencia, casi con compasión por mi ingenuidad—, ¿tú qué puedes esperar de una ciudad en la que la mitad de la población se pasa el año esperando a que llegue la Semana Santa para tocar el tambor y marcar el paso?”.

El descorazonador diagnóstico de Gamoneda era para León, pero vale también para España entera ¿Qué se puede, en efecto, esperar de un país que, pese a su despresurización religiosa de estos años últimos, se lanza a las calles en masa cuando llegan las fiestas de Semana Santa para portar crucificados y vírgenes a cuestas, tocar tambores hasta sangrar y procesionar día y noche durante días como si el fin del mundo fuera a llegar en cualquier momento?

Porque una cosa es que lo hagan las personas religiosas, esas que creen que Cristo resucita en estos días cada año, y otra distinta las que, sin creer en Dios, ni en la Virgen, ni en la resurrección de nadie que no sea su equipo de fútbol o la economía, como el Gobierno, desfilan por su ciudad llevando a hombros pasos de seis toneladas con un fervor sorprendente en personas a las que si su mujer les demanda luego que bajen del desván una mesita montan en cólera. Uno respeta las aficiones de los demás, pero también valora la coherencia en el comportamiento de sus semejantes.

Y es que, por lo que parece, desde hace tiempo el número de procesiones y de españoles procesionantes está aumentando en la misma proporción en la que la Iglesia católica pierde adeptos, como demuestran todas las estadísticas. Incluso el ¡porompompón! que acompaña a las procesiones suena más ensordecedor cuantos menos católicos practicantes hay entre los nazarenos.

Como uno no cree en la casualidad e intuye que alguna explicación hay para que eso ocurra, con perdón de la Iglesia católica y de Íker Jiménez, he comenzado a pensar que Gamoneda tenía razón y que lo que de verdad les gusta a los españoles de la Semana Santa es echarse a la calle a marcar el paso, más allá de devociones, tradiciones, pasión por lo popular o lo pintoresco, sobrecogimientos artísticos y musicales y demás explicaciones simbolistas. ¡Qué miedo!

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