Giuseppe Lo Mascolo tenía 74 años, el corazón delicado y algunos asuntos pendientes. Hace 10 días, la policía italiana lo detuvo bajo la acusación de ser un capo principal de la Mafia en Siculiana, un pueblo de 5.000 habitantes en la provincia de Agrigento (Sicilia). En atención a su edad y a su delicado estado de salud, el juez le concedió el arresto domiciliario. Una semana después, Lo Mascolo falleció. Según la costumbre, el párroco del Santísimo Crucifijo, Leopoldo Argento, empezó a prepararlo todo para un funeral a la altura del difunto, pero una llamada del arzobispo, monseñor Francesco Montenegro, lo hizo detenerse en seco: “Fue un mafioso. No hay funeral”.
Ni Lo Mascolo era un cualquiera en lo suyo ni tampoco lo es monseñor Montenegro, de ahí la importancia de la historia. El mafioso en cuestión estaba considerado por los investigadores uno de los jefes más importantes de la Cosa Nostra en la zona, solo por debajo de un tal Antonio Gagliano. Y el prelado, además de arzobispo de Agrigento, es un destacado miembro de la Confederación Episcopal Italiana (CEI). No es la primera vez, además, que monseñor Montenegro alza la voz para intentar poner las cosas en su sitio. “La única manera de silenciar a la Mafia”, dijo durante las fiestas de San Calogero, patrón de Agrigento, “es tomárselo en serio, buscar la verdad y el bien, rechazar la mediocridad, los compromisos y el conformismo”. Pero no siempre es así. Ni mucho menos.
Recuerda la prensa italiana que cuando, en los años 60, unos periodistas le preguntaron por la Mafia al cardenal de Palermo, Ernesto Ruffini, el príncipe de la Iglesia contestó: “¿La Mafia? ¿Qué es eso, una marca de detergente…?”. Otros colegas suyos no solo hicieron la vista gorda, sino que colaboraron activamente con los negocios sucios e incluso pusieron a su disposición el Banco del Vaticano para guardar y reciclar su dinero. Uno de los casos más famosos fue el del sacerdote Agostino Coppola, el párroco de la Mafia, condenado a 13 años por secuestro. Don Coppola, familia del famoso capo italoamericano Frank “Tres Dedos” Coppola, se prestaba a cualquier cosa siempre que fuera pecado. Desde negociar el precio del rescate con las familias de los secuestrados a cobrar la extorsión puerta a puerta o a casar en secreto –un secreto a voces, lo que incomodó sobremanera a la Iglesia– a Totò Riina, el jefe de jefes de la Cosa Nostra desde 1974 hasta su detención en 1993, responsable de 150 asesinatos, 40 de ellos ejecutados personalmente. Don Coppola murió, en 1995, de una cirrosis hepática.
No se puede decir que muriera en loor de santidad, porque el Vaticano lo había suspendido a divinis, pero sí entre el respeto de los suyos. Al regresar a Partinico, al norte de Sicilia, Don Coppola se encontró con que aún era popular y amado. La gente principal desfilaba por su casa y el pueblo llano le besaba el anillo. Al cabo del tiempo, se supo por qué. El arrepentido Antonino Calderone se lo contó al juez Giovanni Falcone: “Don Coppola es un hombre de honor”. El cura, como todos los demás varones de su familia, era una pieza importante en el engranaje de la Cosa Nostra.