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¿Un jesuita franciscano?

El matrimonio entre dos de las mayores fuerzas de la Iglesia católica no es tan raro tras el Concilio Vaticano II, «milagroso», según el «papa negro» Arrupe

Si el nuevo papa, el jesuita Bergoglio, escogió el nombre de Francisco pensando en san Francisco de Asís, como ha interpretado enseguida la comunidad cristiana mundial, y no en san Francisco Javier, tendríamos por primera vez un curioso y emblemático injerto de un jesuita franciscano.

Si hay dos órdenes religiosas más diferentes son las de la Compañía de Jesús, fundada por Ignacio de Loyola para preparar intelectualmente a las élites de la sociedad y bucear en el mundo de la cultura, la ciencia y el arte, y la orden Franciscana, fundada por el Poverello de Asís, que se caracteriza por su acercamiento a la gente más sencilla, a los más pobres.

En la Edad Media, cuando aún no existían los bomberos, los franciscanos se ofrecían a apagar los fuegos, lo que los hizo muy populares.

Que un papa jesuita haya escogido, por primera vez en dos mil años el nombre de Francisco, no deja de tener un valor simbólico y gestual.

En verdad, los cardenales de la periferia de la Iglesia, que son quienes lo eligieron, lo hicieron más por sus características franciscanas que jesuíticas, por su estilo de vida sencilla como cardenal, su cercanía a los más pobres y su fuerte espiritualidad para contrarrestar las sucias maniobras vaticanas.

Me han preguntado en varias entrevistas de radio y televisión qué puede significar para la Iglesia un papa jesuita. Para responder hay que recordar que ese jesuita se llama papa Francisco.

Y hay que remontarse, para entenderlo mejor, a cuando el Concilio Vaticano II, que supuso la gran conversión de la Compañía de Jesús, que, de ser una orden dedicada al estudio, a la enseñanza y las élites, pasó a empeñarse también en las vanguardias de la Iglesia, promoviendo la Teología de la Liberación en Latinoamérica y llegando hasta a flirtear con ciertas guerrillas de liberación.

Fue entonces cuando en El Salvador empezaron a pagar con la vida. Allí fueron acribillados a balas seis profesores jesuitas y dos mujeres que atendían la casa. De noche, mientras dormían, a traición. Su pecado fue defender la causa de los pobres y propiciar un diálogo entre las dos partes en conflicto de la guerrilla.

Y quien le escribía los discursos de fuego contra los poderosos a monseñor Romero, también asesinado por los militares, esta vez mientras celebraba la eucaristía, era un teólogo jesuita.

Esa transformación de la Compañía de Jesús —que de las universidades bajó a las favelas y a la violencia de las comunidades más pobres de América Latina— le valió al carismático y místico superior general, el padre Pedro Arrupe —el médico vasco que en Hiroshima el día de la tragedia atómica operó con tijeras de coser ropa en medio de los escombros—, una ruptura con el entonces papa Juan Pablo II.

Tuve ocasión de escuchar de viva voz del padre Arrupe una serie de confidencias las semanas en las que pasé muchas horas con él para filmar un reportaje de una hora para la RAI-Televisión de Italia, titulado El papa negro.

Arrupe, que era de una espiritualidad tan fuerte y auténtica que impresionó al equipo agnóstico de televisión que me acompañó, me contó, por ejemplo, en relación con el cambio que en ellos operó el concilio con estas palabras textuales: “Cuando hoy vemos actuar al Opus Dei, es como mirarnos en el espejo para decir: así fuimos y así no podemos seguir siendo”.

Y cambiaron. Antes del concilio, eran 36.000 en la compañía. El concilio les desangró. Perdieron cerca de 10.000, al mismo tiempo que empezaron a actuar en nuevos campos de acción.

Me contó que el papa Juan Pablo II, que ya en Cracovia había escogido al Opus Dei como su escudo en vez de a los jesuitas, que son los únicos religiosos de la Iglesia que además de los tres votos hacen un cuarto voto de “obediencia al papa”.

Cuando el papa polaco recibió en el Vaticano al padre Arrupe y a su equipo mayor, les dijo textualmente: “Habéis sido motivo de preocupación para mis predecesores y lo seguís siendo para el Papa que os habla”.

Arrupe me contó que pensó enseguida en dimitir. Tuvo un encuentro a solas con el Papa. “Juan Pablo II me pidió que me arrodillara”, relató. Y añadió: “Y me recordó con severidad que los jesuitas deben obediencia especial al Pontífice”.

Al final, Juan Pablo II pidió a Arrupe que no dimitiera. Temía que un nuevo general pudiera ser más duro y con el que habría podido tener más choques dada la tensión que existía en aquel momento entre la Compañía de Jesús y el Vaticano.

Algo que chocó e impresionó a mis colegas técnicos de la RAI fue cuando Arrupe me habló de lo que para él significaba la muerte. El operador de televisión tuvo que detener unos minutos la grabación y se le veía emocionado. Supe después que más adelante aquel operador televisivo se presentó un día en la Casa Generalicia de los Jesuitas a pedir que Arrupe rezase por una hija suya muy enferma.

Al padre Arrupe, ya enfermo y entristecido, aunque nunca deprimido, le sustituyó el holandés Peter Hans Kolvenbach, que, curiosamente, en sus hábitos en Roma, donde daba clases, era muy parecido a como se portaba el cardenal Jorge Bergoglio en Buenos Aires. Recuerdo haberlo visto en autobús o en bicicleta o a pie. Rezaba con la postura de loto de los yoguis, hacía meditación hindú y era vegetariano.

Quizás, pues, por lo menos después del concilio, el matrimonio jesuita-franciscano no sea tan raro como parece.

Francisco de Asís, según algunos historiadores, pertenecía a un grupo sufí islámico y llevaba a cabo ritos de tipo sufí con sus primeros compañeros de aventura.

Quizás el papa Francisco sea capaz de encarnar las características de las dos mayores fuerzas, junto con los dominicos, que posee la Iglesia católica.

Todo ello, como me decía Arrupe, “gracias al milagro del concilio” promulgado por un papa anciano al que, según los romanos se parece de alguna forma el papa jesuita franciscano.

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