Llegados a este punto de baño de sangre permanente de cristianos en Oriente Próximo y de inutilidad total —o más bien desinterés completo— de Occidente para facilitar, o simplemente colaborar en, una solución tal vez convenga empezar a plantearse si no tendrán razón quienes defienden el final de la vigencia del Tratado Sykes-Picot, que hace ahora un siglo repartió la región y dio estatus de Estado moderno a muchos de los países que configuran en la actualidad la zona. ¿No nos gusta insistir a nuestros jóvenes en discursos y vídeos viralizadosen las redes sociales sobre lo bueno que es replanteárselo todo? ¿De lo creativo que es pensar fuera de la caja? Pues a por ello.
En 1916 Reino Unido y Francia, en las personas de Mark Sykes y François Picot, acordaron secretamente el reparto de Oriente Próximo ante el inminente colapso del Imperio Otomano. Sería injusto reducirlo a que lo hicieron mediante el método del “esto para tí, esto para mí; trazamos una línea aquí, otra allá; aquí creamos un país y allí juntamos tres”. Hay que entender que es absolutamente imposible repartir equitativamente una tierra donde todos los pueblos tienen derechos adquiridos que se superponen, se entrelazan y se enredan. Y es más imposible hacerlo cuando esos pueblos no te importan, sino que defiendes los intereses de tu Estado, ajeno a ellos. De modo que Sykes y Picot hicieron lo que quisieron y pudieron. Por el camino se dejaron algunas cuestiones importantes que han ido surgiendo a lo largo de cien años. Por ejemplo: Sadam Husein no andaba tan desencaminado al reclamar Kuwait como parte de Irak y la querencia —hay amores que matan— de Siria por Líbano va más allá de las ambiciones de una familia de dictadores como los El Asad.
Británicos y franceses optaron por no crear un Estado kurdo y por pensar que las inmensas minorías cristianas —las más antiguas de la cristiandad que hasta entonces habían regateado a la historia— seguirían sobreviviendo. A los kurdos los dejaron a los pies de los caballos. Literalmente. Los cristianos sobrevivieron a duras penas mientras en esos Estados modernos mandaban primero representantes coloniales y luego dictadores a los que les interesaba más el orden que cualquier otra cosa. Aún así, muchos se marchaban a Occidente, lenta pero constantemente. Los cristianos eran admitidos con más facilidad que sus vecinos árabes. Tal vez en Occidente alguien creería que hacía un favor, pero estaba destruyendo un patrimonio intangible sobre su propio origen.
Cuando el sistema se vino abajo tras la invasión de Irak y las primaveras árabestodo cambió. La matanza sistemática y diaria de cristianos en Oriente Próximo muestra que el reparto Sykes-Picot no funciona. Y ahora, como entonces, para Occidente no es un problema. Mientras el ISIS está resucitando el califato abasí del año 750, los kurdos han establecido de facto su propio país. Tal vez haya que pensar en un nuevo Estado que proteja a los cristianos, los defienda y en el que puedan refugiarse. No van a estar siempre pidiendo una ayuda que nunca llega.