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El recién expedido decálogo educativo de Trump ingresa con fanfarrias y a zancadas en el bunker de su ruidosa autocracia. Invita a convertir la escuela en centro de oración para hijos de blancos-heterosexuales-protestantes, en nicho para exaltar las glorias patrias, mientras arrasa en su biblioteca con todo libro que reconozca diversidad racial y sexual, ideología de género o contenido político “inapropiado”. Anuncia el presidente purga en el Departamento de Educación contra marxistas, fanáticos y todo lo hostil a las enseñanzas judeocristianas: defenderemos, dijo, la religión misma, que está bajo asedio; y castigaremos fondos para escuelas que contravengan lo dispuesto. En desafiante involución a la educación confesional, atropellando la pluralidad y la libertad de pensamiento, cuelga Trump su retrato en la galería de censores quemalibros que honraron las dictaduras en la modernidad. Desde Calvino y Robespierre hasta Hitler, Stalin, Mao, Pio Nono, Videla, monseñor Builes y el imitador de todos, exprocurador Alejandro Ordóñez, que protagonizó su propia quema de libros en Colombia; hasta el mentor del macartismo que en tiempos de la Guerra Fría censuró 30.000 obras y hoy reencarna en Trump.
Castigaron ellos sin contemplaciones las libertades que el arte y la literatura daban al vuelo de la imaginación porque podían derivar en crítica del poder amancebado con la religión. Fuera esta religión de la revolución o de la trinidad inmóvil. Bajo el fuego de la inquisición católica, de la protestante o de la revolución cultural china, cayeron los grandes: Shakespeare, Cervantes, Thomas Mann, Balzac, Zolá, Dostoievski, Arthur Miller, García Lorca, Stephen King… En Estados unidos llegaron a prohibir a su poeta Walt Whitman, “un entrañable bocado de inmundicia”, sentenció el censor. Y el ministro negro libre Sam Green pagó cárcel 10 años por tener un ejemplar de La cabaña del Tío Tom, que cuestionaba el racismo y la esclavitud. El Consejo Escolar de Nueva York retiró de las aulas textos “antiamericanos, anticristianos, antisemitas y simplemente asquerosos”.
Bajo la renaciente cultura del miedo, se presentan cada día nuevas quemas de libros en Estados Unidos. Prolongan la saga de la dictadura teocrática de Calvino, que incineró, con sus libros, al librepensador Miguel Servet. La del nazismo que en 1933 inició la destrucción de libros “subversivos”, prolongada por años en universidades alemanas. Y la de aventureros españoles que, a la conquista de lo ajeno, blandiendo arcabuces y teas y blasones del papa de Roma, incineraron en 1562 los libros mayas, pletóricos de información científica e histórica; con tratados rigurosos de botánica y medicina, y compendios de poesía. Para preservar su fe, la Corona española censuró, amordazó y quemó cuanto pudo.
Idéntica ambición imperial inspira a Trump, mas no ya para imponerse a la brava en el mundo agitando el blasón gringo de la democracia, sino para imponerse a la brava en el mundo sin el blasón de la democracia. Y, en casa, para instaurar la cruda tiranía de millonarios que hacen el saludo nazi mientras el presidente confiesa su más caro deseo del corazón: gobernar con generales como los de Hitler. Y menea el blasón de la Biblia.
Prueba la historia que de esta aleación de poder político y religión resultan guerras santas y tiranías. Regímenes de terror en olor de religión, en cabeza de déspotas autoinvestidos de poder divino que cobraron con sangre el delito-pecado de pensar, de sentir, de obrar en libertad. Dijo Zweig: cuando un credo se hace con el poder del Estado, pone en marcha la máquina del terror… a quien cuestione su omnipotencia le corta la palabra y, casi siempre, la garganta. ¿No apunta Trump, cruzado entre párvulos de escuela, directo a la yugular?