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Teísmo

Por eso, a falta de hipótesis científicas, el hombre acoge los dogmas religiosos para recobrar su tranquilidad.

Es la creencia en un dios creador y conservador del universo, al que se asignan virtudes de omnipotencia, omnisciencia y omnipresencia.

El teísmo es un concepto amplio y general. Significa la creencia en un dios al que se rinde culto.

El <deísmo, en cambio, reconoce la existencia de dios pero no admite la revelación ni el culto externo. Sostiene que la relación entre la persona y su dios debe ser directa y sin intermediarios.

La exacerbación del teísmo puede conducir, como ocurrió tantas veces en el pasado, a proyectarse en la vida política del Estado en forma de >teocracia,

Esto explica que la palabra haya sido incorporada a esta obra.

Varias son las pruebas de la existencia de dios que han exhibido los teístas para justificar su posición. Una de ellas ha sido la tradición. Todos los pueblos han creído en dios y esa “tradición universal” vale por sí misma como prueba de su existencia. Lo propio dicen otros teólogos respecto del “sentimiento”. El hecho de que, través de todos los tiempos, los pueblos hayan “sentido” la presencia de la divinidad demuestra su existencia. De modo que, al margen de lucubraciones racionales, dios existe porque se “siente” su presencia. Otros teólogos han encontrado en el “orden” en que están dispuestas las cosas del universo la existencia de un ser superior que las ha organizado y las guía. En abono de sus convicciones han hablado también de lo “contingente” y lo “necesario”, en el sentido de que lo contingente existe en el mundo en virtud de una “causa” primera que lo ha producido. Esa primera causa es dios. Luego lo contingente demuestra la existencia de lo necesario. Son célebres tanto la prueba llamada “anselmiana”, en razón de que su primer exponente fue san Anselmo —a la que Kant denominó “ontológica”— y que recibió la adhesión de varios filósofos, así como la prueba denominada “a posteriori”, defendida entre otros teólogos por santo Tomás, que afirmó que la existencia de dios es algo evidente per se.

Estos son otros tantos intentos que se han hecho en el tiempo para tratar de probar la existencia divina.

Pero la percepción de dios es sin duda un asunto emocional antes que racional. La lógica humana, los conocimientos humanos, los elementos de juicio humanos, todos ellos inmensamente limitados, parecen inútiles para buscar la explicación de los orígenes y causas de un universo que tiene billones de años de vida. Es como si una hormiga quisiera tener la percepción del tamaño y las caractrísticas del país en que vive. Ella se mueve en un espacio y en un tiempo tan infinitamente reducidos con relación al territorio que le rodea, su experiencia vital es tan exigua, que difícilmente podría comprender las magnitudes de su entorno.

Cosa parecida acontece con el ser humano. Le resulta muy difícil entender las causas, los límites y el destino de lo inconmensurable. Vive en un lugar tan infinitamente pequeño del sistema solar y éste, a su vez, es tan minúsculo con relación al universo, que no puede tener una percepción mayor del tiempo ni del espacio. A comienzos del año 2003 el satélite WMAP —diseñado por el Goddard Space Flight Center de la NASA y por la Universidad de Princeton— entró en órbita a 1’500.000 kilómetros de distancia de la Tierra en el denominado “punto Lagrange”, donde las fuerzas gravitatorias de nuestro planeta y del Sol encuentran su equilibrio, punto desde el cual la sonda robótica miró hacia el pasado: al principio de los tiempos. Y sus investigaciones determinaron que el universo tiene 13.700 millones de años de vida (con un margen de error del 1 por ciento en la estimación) y que las primeras estrellas nacieron apenas unos 200 millones de años después del big bang, mucho antes de lo que pensaban los científicos, por lo que sólo sería posible captar su luz con un telescopio infrarrojo.

Frente a las insondables dimensiones del tiempo, las percepciones de los seres humanos, como en el caso de la hormiguita, están a miles de años-luz de encontrar la verdad. Lo cual produce en su ánimo una angustia vital que le impele a aferrarse a las religiones en procura de “certezas” que amainen su interminable y torturante búsqueda. El misterio no es un buen compañero suyo. Le atormenta demasiado, le hace invivible la vida. La falta de respuestas le quita la paz. Lo desconocido le aterroriza. Por eso, a falta de hipótesis científicas, el hombre acoge los dogmas religiosos para recobrar su tranquilidad.

Ello me lleva a pensar que esta es una cuestión más emocional que reflexiva.

Si acaso algún día el hombre encontrara respuestas racionales y científicas sobre su entorno, no habrá avanzado mucho puesto que aún le quedaría pendiente el enigma de las dimensiones y límites del espacio sideral, que es el “continente” de nuestro sistema solar pero que, a su vez, debe estar contenido en otro más amplio cuyas dimensiones quedarían por averiguarse.

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