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Suprimamos el delito de injurias

Injuria: “la acción o ex­presión que lesionan la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación”, artículo 208 del Código Penal español.
 
No confundir. Hablo de la injuria, no de la calumnia: la imputación falsa a otro, de un delito perseguible de oficio…
  Dice Shalman Rusdie que las libertades formales empiezan y aca­ban en el derecho a ofender. Como tantas ideas sencillas su afirma­ción parece genial.   Esto pasa con infinidad de cosas. Y lo es porque supera la inercia general. La sociedad y sus miembros, según secto­res, especialidades y estratos funcionan con arreglo a una potente y duradera inercia, es decir, el movimiento rectilíneo, es decir, el “todo cuerpo que se mueve tiende a continuar su movimiento en línea re­cta”, como dice Descartes a propósito de las leyes de la naturaleza.
  Lo que viene a significar que una vez implantada una conducta o un pensamiento que ha hecho fortuna o el legislador los considera afortunados o útiles, aprobados por mayorías en los Parlamentos o por la mayoría en la calle en cuyo caso se llama costumbre, ya no hay nada que decir por los siglos de los siglos…
  Y la injuria -la ofensa, el ultraje- es una de esas cosas de los caba­lleros andantes en nuestro país desde luego, también de origen teo­crático y monárquico, a la que se le da invariablemente la importan­cia que se da a todo sobre lo que se levanta poco menos que el edi­ficio social al completo.
  ¿Por qué?, pues porque el orden y el control social pasan por que todos "respetemos" cosas, quiero decir instituciones y las personas que las sirven aunque la mayoría se sirve de ellas, "sagradas". Como se ve aquí tiene un papel relevante, más bien concluyente, la religión y los tics y principios estructurados durante milenios que in­forman, inspiran y deciden costumbres, ideas, conductas y al final el pensamiento único que, antes de aposentarse en el lenguaje común, yo llamaba "unidireccional".
  La religión, pues, su visión absolutista y sobre todo piramidal que ha infundido a la sociedad, a la política y por ende al legislador, es la causa de la causa de la necesidad de proteger a los chamanes de layas varias. Chamanes de mayor o menor rango son todos los que en las capas superiores de la sociedad tienen superprotegido el de­recho a no ser "ofendidos". Y de ahí, es decir, del rey abajo, todos tenemos ese derecho aunque a medida que se va descendiendo en la escala social nada tiene que ver tu reputación con la del rey. Y si se alega que también tu reputación está protegida es, para hacer convincente las otras. Los ciudadanos “normales” no solventan sus cuitas en materia de dignidad en los tribunales. La democracia ca­pitalista para tenerse en pie y aun para esparcirse por el mundo. se sirve de multitud de triquiñuelas como ésta.
  Pero resulta que la ofensa, la injuria y el ultraje desaparecen a me­dida que por un lado pierde fuerza el sentido religioso de la sociedad laica, y por otro, repensando el asunto, advertimos que la dignidad humana e individual es un concepto, casi un sentimiento, indepen­diente de la asignación social; percibimos sin esfuerzo que todos te­nemos o debemos tener dignidad por igual; que si la ley es igual para todos, ya es un insulto -esto vaya que lo es- que "no todos seamos iguales ante la ley", el principio jurídico que sanciona la de­sigualdad arrastrada desde la noche de los tiempos y de los re­yes.
  Hoy todo este entramado de sinsentidos carece de la más mínima fuerza de obligar que no sea con la pistola en el pecho o con las ruedas de molino que nos ponen para comulgar con tantas cosas…
  Por consiguiente, si la injuria fuese suprimida de un plumazo de las normas punitivas, del código penal, y todos tuviésemos derecho a ofender a todos -según el significado tradicional, claro está-, incluido el rey, y no hubiera protección especial de esa dignidad, sólo quie­nes por sí mismos tienen autoridad o ascendiente, reciban admira­ción y respeto -según, asimismo el lenguaje tradicional- merecerían lo que en ese sentido reciban sin que nadie la refrende. Lo que pro­pongo es la anulación de los a priori. Nadie tiene, a priori, más dig­nidad que otro. No se olvide que hablo siempre de injurias, no de la calumnia. La protección frente a la calumnia es otra historia…
  Esto lo planteo en los mismos términos que, afortunada y sensa­tamente, se ha hecho desaparecer la dignidad de la mujer en la cintura para abajo como venía ocurriendo desde hace milenios. La reputación y dignidad de todos los ciudadanos libres, y aun la de los que se encuentran en prisión, está en ellos mismos, hagan lo que hagan y digan lo que digan.
  Bastante tenemos todos con tener que afrontar las frecuentes in­justicias padecidas por los delitos cometidos de otra clase y aun por los no cometidos, como para tener que temblar cada vez que lla­mamos a alguien, de palabra o por escrito, hijo de puta. Las putas tienen la misma dignidad que tiene el rey, y los hijos de puta la tie­nen si acaso redoblada por haber estado, como la mujer durante su historia, perseguidos y sometidos a toda clase de vergüenzas.
  Otrosí digo, que si se suprimiese el artículo 208 del Código penal, la justicia no perdería millones de horas de trabajo y ganaría millo­nes en los presupuestos del Estado. Justicia que hoy por hoy atiende a toneladas de simplezas, y de causas innobles preten­diendo todos los demandantes -innobles por el hecho de buscar protección en la demanda- recibir su supuesta nobleza, siempre a costa de otro, de la sentencia de un juez.
  En cambio nada se dice y nada preocupa política y socialmente que, desde multitud de instancias, de instituciones y de los centros de poder de toda clase, incluido el de las redes comerciales, se ofenda constantemente a la inteligencia común de la ciudadanía en general tratando de manipularla o manipulándola efectivamente.

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