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Stephen Hawking y su gran aportación a la cosmología

Stephen Hawking murió el pasado miércoles, 14 de marzo, a la edad de 76 años, cuatro meses después del fallecimiento de Johnny Hallyday. Estas defunciones de dos personalidades muy diferentes han tenido casi el mismo eco en todo el mundo. El paralelismo se agota aquí. No hay discusión posible sobre el legado del primero: fue un físico de talla enorme y sus trabajos seguirán inspirando durante mucho tiempo la investigación científica. Que juzgue quien lee estas líneas: en contra de la opinión que prevalecía de que los agujeros negros no podían emitir radiación, no solo le debemos la previsión de la llamada radiación de Hawking, sino también las contradicciones que implicaba con la teoría de la mecánica cuántica. Para disipar dudas, precisemos un poco la cuestión.

El agujero negro

En primer lugar, ¿qué es un agujero negro? Si lanzamos un objeto hacia arriba desde la superficie de un planeta, subirá tanto más, cuanto mayor sea su velocidad inicial y, por encima de una determinada velocidad, no volverá a caer nunca. Esta velocidad, llamada velocidad de escape, es la velocidad de lanzamiento mínima necesaria para escapar de la gravitación del planeta. Dicha velocidad aumenta con la masa de este último1. Cabe preguntarse entonces qué pasaría en un astro tan masivo que la velocidad de liberación fuera igual a la de la luz. Porque, dado que ninguna velocidad puede alcanzar la de la luz (300.000 km/s), ningún cuerpo podrá escapar porque no llegará a alcanzar su velocidad de liberación. Esta es la imagen sumamente ingenua de un agujero negro clásico. Con su masa gigantesca, atrae todo y no hay objeto que pueda escapar de él, ni siquiera la luz.

¿Por qué “imagen ingenua”? Los verdaderos agujeros negros, los que se han detectado (indirectamente, pues no emiten luz) a partir de la década de 1970, deben entenderse en el marco de la teoría general de la relatividad, y su interrelación con el exterior, en el de la mecánica cuántica. Estos agujeros negros son astros masivos, fruto de la muerte de estrellas gigantes (de más de cuatro veces la masa del Sol). Lo que conjeturó Hawking es que las fluctuaciones del vacío de origen cuántico, sin embargo, podían permitirles emitir radiación.

El vacío no está vacío

Según la mecánica cuántica, el vacío no puede tener una energía fija (nula, por ejemplo): lo que llamamos vacío es permanentemente un lugar de creaciones y eliminaciones de pares virtuales de partículas y antipartículas durante periodos de tiempo extremadamente cortos, para no violar demasiado la ley de la conservación de la energía. Es lo que se denomina fluctuaciones del vacío. Si una de estas dos partículas virtuales es atrapada por el agujero negro, puede suceder que su antipartícula se recombine con otra partícula virtual de ese mismo vacío y emita entonces un fotón. Por consiguiente, se produciría una radiación del agujero negro, o más bien de su vecindad. Esta radiación sería tanto más débil, cuanto más masivo sea el agujero negro. Sería indetectable en el caso de los agujeros negros de origen estelar, pero teóricamente son posibles otros orígenes.

Hasta aquí, si se me permite decirlo, todo va bien. Salvo que la realización de este supuesto violaría los principios de la física cuántica sobre la conservación de la información. Detrás de todo esto está el viejo problema de la unificación de la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad. Se trata sin duda del problema no resuelto más importante de la física actual.

Un físico enorme, un divulgador asombrosamente popular

Stephen Hawking ha sido calificado a menudo de divulgador genial: de su libro Breve historia del tiempo: del Big Bang a los agujeros negros se vendieron más de diez millones de ejemplares en 35 lenguas. Podemos decir que este éxito planetario de un libro casi incomprensible para la mayoría de las personas, inclusive físicos, que lo compraron se debe en buena parte, más allá de la reputación científica del autor, a su personalidad (simpática) y al coraje de que tuvo que hacer gala para luchar contra su terrible enfermedad.

Defendió claramente el ateísmo, cosa que hoy en día no es tan evidente, cuando el espíritu de la época lleva a bastantes científicos a comulgar con un misticismo casi religioso. También adoptó una postura que me parece poco fundada cuando afirmó que “pienso que el desarrollo de una inteligencia artificial completa podría poner fin al género humano”. Pero esto será objeto de otra crónica.

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