El reportero de guerra de EL PERIÓDICO viajó al país árabe para cubrir una posible intervención militar de Occidente cuando fue capturado por yihadistas del Daesh
Fue entonces cuando el enviado especial de El PERIÓDICO, Marc Marginedas, decidió hacer las maletas para colarse en el hermético país levantino con el fin de cubrir la aparente intervención occidental que por entonces se cocinaba para castigar al régimen por su empleo de armas de destrucción masiva. “Tambores de guerra en Siria”, tituló en una de las crónicas que publicó justo antes de entrar en el país el 1 de septiembre de 2013. No habría muchas más. Dos días después fue secuestrado por una de las milicias del Estado Islámico de Irak y el Levante en un pueblo a las afueras de Hama, una terrible odisea que no terminaría hasta su liberación seis meses después.
Por entonces, Siria era ya un pandemonio. Sangriento, brutal, caóticamente enrevesado, con múltiples actores en conflicto y un protagonismo cada vez mayor de los yihadistas entre las fuerzas rebeldes. Los ecos de la revuelta pacífica iniciada en marzo de 2011, cuando miles de personas salieron a la calle en el sur del país para protestar por la tortura de un grupo de niños arrestados por hacer pintadas contra el régimen, quedaban muy lejos. La Primavera Árabe había dejado paso a un truculento invierno desde que el aparato represivo de Asad se lanzara a reprimir a sangre y fuego las masivas manifestaciones de los primeros meses de la revuelta en Dera, Hama, Alepo o los suburbios de Damasco.
Oposición fragmentada al régimen
Los intentos iniciales de la coalición de fuerzas opuestas a Asad de centralizar su respuesta militar a través del Ejército Libre Sirio, formado por militares desafectos con el régimen, y su contraparte civil, la Coalición Nacional Siria, reconocida en 2011 por varios países como el gobierno legítimo del país árabe en el exilio Siria, habían fracasado. La guerra civil no solo estaba en marcha, sino que había adquirido los tintes sectarios que la caracterizarían, a los que contribuyeron decisivamente tanto las milicias yihadistas como las propias políticas de Asad, que favoreció su expansión para presentarse ante el mundo como el adalid del secularismo sirio ante la barbarie fundamentalista.
Cuando Marginedas llegó a Siria en aquel tercer viaje desde que comenzara la revuelta, el conflicto se había también internacionalizado, en un calco de lo que había sido la guerra civil libanesa décadas antes. Irán y el Hizbulá libanés combatían junto a las fuerzas del régimen, respaldadas a su vez por Rusia a partir de 2015. Los países del Golfo armaban a las milicias islamistas. EEUU apoyaba con titubeos a kurdos y milicias del Ejército Libre. Turquía hacía lo propio con otros peones a sueldo.
Pero desde mediados de 2013 y, con permiso de un régimen que arrasó ciudades enteras, nadie ganó en brutalidad a las huestes yihadistas de lo que acabó llamándose el Daesh o Estado Islámico (ISIS). La misma facción que secuestró a Marginedas y una larga lista de periodistas y cooperantes extranjeros, algunos de ellos, decapitados más tarde en horripilantes ejecuciones virales.
El bluff de la «línea roja»
La intervención militar de Occidente que el reportero de guerra de EL PERIÓDICO había llegado para cubrir nunca se produjo. Fue rechazada inicialmente por el Parlamento británico, lo que llevó a Obama a temer que su Congreso hiciera la propio. Después del desastre de Irak una década antes no quedaba una gota de ardor guerrero entre la opinión pública de ambos países anglosajones. Y la astuta intermediación de Vladímir Putin para salvar a su aliado hizo el resto, al negociar con Asad la entrega de sus armas químicas, lo que de algún modo permitió a Obama, David Cameron y François Hollande salvar la cara con aquel acuerdo diplomático a varias bandas.
Pero la diplomacia sería en Siria una piedra más de su gigantesca montaña de muertos. Durante el secuestro fracasaron las negociaciones de Ginebra II, celebradas cuando todavía quedaba algún viso de frenar aquella monumental tragedia. El califato llamaba a la puerta y, con sus pasmosas conquistas, la penúltima intervención occidental en un país del que se olvidaría en cuanto se atajó la amenaza a gran escala de los barbudos. La guerra continúa en algunos rincones irredentos de Siria. Ya nadie se acuerda de ella. Asad, Putin e Irán ganaron.